domingo, abril 12, 2020

XVIII. Formas del cambio: ¿qué es el amor después del amor?



Día veintiocho: lunes 13 de marzo


[Escribí estas idea hacia fines de febrero, para un proyecto que no existió, ¿pero que aún podría existir? No lo sé: otra cosa que deberá retomarse cuando los tiempos retomen cierta normalidad]



Uno. Anoche por fin acabé de mudarme. Trasladé todas mis cosas con lentitud y cierta negación cínica del cambio. Recién esta mañana pude terminar de ordenarlo casi todo. Libros, fotocopias, adornos, ropa. Estuve viviendo durante casi un año en un lugar del que no quiero irme, pero en el que ya no puedo vivir. Mientras transitaba todas esas cosas que a uno lo definen (dos libreros, un rompecabezas, varias bolsas de tela, cinco camisas sin planchar), mientras las llevaba de un lugar a otro, comprendí –aunque no sé si el término exacto sea 'comprender'– la melancolía que siento por estos días. Así que cuando casi estaba terminando de ordenarlo todo, y antes de tirarme en cama a lamentarme la vida, coloqué algunas canciones de Fito en el playlist.

Dos. Si la música que oímos diariamente se justifica por algo, si las canciones que tanto nos gustan importan, debe ser por los significados que estas transmiten. Significados emocionales, racionales. Por la manera cómo consolidan, en letra y melodía, algo sobre nosotros. Siento que me pasa eso con El amor después del amor de Fito Páez. Es algo así como mi canción de recomposición. Todos, imagino, debemos tener una canción así. A mí me funciona para esas jornadas en las que me siento algo bajoneado y con ganas de nada. La pongo y me estabiliza. Incluso, creo que estoy algo condicionado por ella. Apenas suenan los platillos iniciales algo en mí se activa. Algo en mí goza. Ya luego el buen humor va llegando, poco a poco, con el devenir de la canción.

Tres. Es cierto: ha sido harto escuchada, es bastante conocida. Esta canción apertura el disco homónimo más vendido de toda la historia argentina y, justamente por ello, le consolidó la fama a Fito. Además, en nuestras poco creativas radios nacionales suena a cada rato (por lo menos dos o tres veces al día). Y, para algunos, también, esta canción está asociada a esa linda película donde dos jóvenes homosexuales descubren sus cuerpos y aceptan sus deseos de modo soterrado pero disidente. En fin, El amor después del amor podría entrar, entonces, en ese rubro de canciones trilladas: la hemos oído por todas partes, muchas veces, de modo perenne y constante, tanto que su valor ya se ha degradado hasta no querer escucharlas más.

Y, sin embargo, pese a lo conocida que es, el título sigue siendo un enigma. Y creo que es oportuno decir algo sobre esta canción, sobre aquello que significa. Sobre todo a partir de la pregunta fundacional que plantea su título: ¿qué es el amor después del amor?

Cuatro. En este momento, ahora mismo, mientras organizo zapatos, desecho comida y doblo cubrecamas; mientras ordeno libros por géneros, me deshago de los papeles inútiles y barro mi nueva habitación, se me ocurren tres posibles respuestas para esta pregunta. Quiero mencionarlas con rapidez y efectividad, como para que la interpretación no se pierda en el “podría haber sido” y, al menos, perdure en este breve espacio digital. Así que estas son las tres posibilidades que se me ocurren ahora para el significado de esta canción llamada el amor después del amor: lo que acontece luego de la escena sexual, eso que queda después del fin de una relación amorosa importante, aquello que sobreviene luego del amor inicial.

Cinco. La primera posibilidad. Creo que la canción de Fito habla de aquello que sucede luego de la escena sexual. Cuando el sexo ha terminado y los cuerpos, un poco más desgastados, un poco más unidos, vuelven a su normalidad. Es un momento importante, porque se pone mucho en juego. Aquí suele decidirse el vínculo entre los amantes. Puede surgir el amor o el rechazo, puedes ponerte confesional y hablar sobre esas cosas que no cuentas a nadie, o puedes inventar una excusa, irte rápido, fugar de la escena del crimen. ¿Cuántas veces hemos escapado, arrepentidos, después de haberlo hecho?, ¿cuántas veces más se ha originado, allí mismo, un sentimiento cercano al amor? Definitivamente es un tiempo importante. La gente fuma cigarrillos, bebe agua, se seca el sudor. Quizá sientes vergüenza y te vistes, o quizá asumes y muestras tu cuerpo desnudo e imperfecto. Y entiéndase esto último de manera literal y metafórica. Cuando acabas de hacer el amor, pareciera decirnos Fito, puede surgir otra forma de amar. Cuando acabas de tirar, decimos nosotros, puede suceder algo más. Algo que se relaciona con ese “rayo de sol” que referencia la canción al principio (un significado de luminosidad, de bienestar, de inicio) y que también se relaciona con esa idea de “una llave por otra llave” (que termina siendo el vínculo del amor). Pero sobre todo “algo” que se justifica en esa frase harto cantada en el coro: “nadie puede y nadie debe vivir sin amor”.

Dicho de otro modo, explicado en simple, resumido: el amor después del amor podría ser la posibilidad de que aparezca otro tipo de conexión –más metafísica, más emocional, más íntima– luego de acontecida la conexión carnal.

Seis. La segunda posibilidad. También pienso en esta canción de Fito como en una que aborda todo eso que permanece luego del fin de una relación amorosa: una forma de mirar distinto a quien fue tu pareja. Aquí, ese amor que viene luego del amor es una forma del buen recuerdo. Me explico. Ya sabemos que con el fin de una relación llega el caos y la desconexión, la soledad, el intento por volver a uno mismo. Y también es cierto que las relaciones amorosas no siempre acaban bien. Pero, a pesar de ello, cuando el amor pasa y el vínculo entre los dos se ha roto, y a pesar de cómo se acabó, creo que con el tiempo uno aprende a mirar con “amor” a ese otro. Se trata entonces de agradecimiento, incluso de cierta comprensión por él o ella. De allí esa frase tan perfecta: “el perfume que lleva el dolor”, es decir, ese intento por acercarse a mirar lo bueno que también posee eso que ya no existe, ese que ya no está. Porque, después de todo, ¿no somos justamente, para bien o para mal, otras personas gracias a nuestros ex? Y esto es algo que también podríamos aplicar a las relaciones amicales o familiares: el fin de estas, cualquiera sea la razón, siempre nos deja saberes, buenos recuerdos, ser algo más de lo que éramos antes.

Se trata, entonces, de aceptar el aprendizaje. Aceptar con gratitud. Aceptar que, pese al fin, esa persona que en algún momento fue importante para ti, contribuyó a ser lo que en estos momentos eres. Pensar de ese modo es también pensar en ese otro amor que llega luego del amor.

Siete. La tercera posibilidad (la que más me gusta, con la que me siento más identificado). El amor después del amor como el sentimiento que surge luego del primer momento amoroso. Ya lo sabemos todos: al principio siempre nos pega fuerte. El amor llega y arremete. Es enérgico e inesperado, transforma algo de ti, te desahueva de maneras impensadas. Pero ese primer momento del amor pasa. El shock inicial se agota más o menos rápido. Y luego acontece lo auténtico: la realidad de los sujetos que se proponen amar. Ciertas ideas, palabras, modos, acciones que no viste al inicio. Cuando ese primer momento del amor pasa, y si los sujetos implicados están dispuestos a comprometerse en serio, llega el otro amor: uno más maduro, uno más sabio. Este es un momento super decisivo: allí se juega mucho de la capacidad del diálogo, la comprensión mutua, el destierro del orgullo y cierto cinismo solipsista con que nos han educado. Se trata de poder sostener ese acontecimiento llamado amor. De poder ser fiel –y por tanto hacer perdurar– a la verdad, al mito, que ese sentir ha instaurado en nosotros.

Entonces esta es la tercera posibilidad para esta canción: el amor más sabio (una promesa de futuro) que llega luego del amar inicial. De allí que en esta interpretación sea fundamental esa parte en la que Fito dice: “me hice fuerte ahí, donde nunca vi: nadie puede decirme quién soy. Yo lo sé muy bien, te aprendí a querer”. Ese aprender a querer es la clave. Uno se enamora de manera intempestiva e inesperada, pero amar, verdaderamente amar, es todo un aprendizaje emocional que se adquiere con el tiempo, con las ganas, cuando el amor inicial ya pasó.

Ocho. Estas han sido mis tres posibilidades de interpretación: el amor después del amor como conexión, el amor después del amor como gratitud, el amor después del amor como promesa de futuro. Lo similar en ellas es la forma del cambio. Sea cual sea la posibilidad interpretativa que más te guste de todo lo que aquí he mencionado, todas estas versiones hablan de cómo se cambia, de cómo los sujetos y sus emociones –al igual que yo en estos momentos– van mudándose de lugar, de espacio, de sentir. Todo se moviliza. De eso habla esta sabia canción. Qué bueno que sea así.


jueves, abril 09, 2020

XXVII. El arte de vivir solo [o cinco ideas sobre cambiarse de habitación]


Día veintisiete: jueves 09 de marzo



[Esto debió publicarse hace casi tres meses: demasiado tiempo ya. Cuando estaba mudándome de habitación. De un cuarto breve a otro (un poco) más amplio. De Glenda a María Isabel. Desde una azotea desolada, donde podía imaginar que fumaba mirando la noche nublada, hacia un espacio donde puedo jugar con los alimentos y comer. Varios sucesos en el camino: proyectos, cursos, lecturas, artículos por terminar. Recién ahora puedo editar estas líneas y compartirlas aquí. Supongo que es una manera de mantenerme ocupado y no enloquecer en estos días de encierro. Supongo, también, que es una forma de retomar ciertos hábitos: seguir escribiendo sobre el despojo, por ejemplo]


Es principalmente placentero, creo. No hay horarios específicos, no hay límites más o menos claros. Vivir solo con uno mismo es un arte. Si entendemos ‘arte’ como una posibilidad de creación, como la instauración de nuevos significados. Vivir solo es resignificarse. Y eso, que puede parecer un don –citemos a Capote–, también constituye un látigo. Requiere más de una habilidad. No sé si lo estoy haciendo bien, pero lo estoy haciendo. Así que anotemos algunas ideas-emociones que puedan resumir(te) de qué va todo esto. Son pasajes dispersos pero suficientes. Cinco momentos para remarcar el arte de vivir solo.


I. Queremos tanto a Glenda

Es miércoles al mediodía. Es algún día de diciembre. Estos son los últimos días que probablemente pase en este lugar. He decidido irme, aunque no quiera dejarlo. Desperté hace unos minutos. Anoche, de madrugada, garuó en Lima, en pleno inicio de nuestro verano. Mientras me quedaba dormido, escuché cómo las gotas caían sobre el techo de mi habitación. Vivo aquí hace casi nueve meses. Más, menos. Las gotas cayendo sobre el techo, una a una, humedeciéndolo todo, también mis sueños. Esto último es una frase cliché, lo sé. No obstante eso, la marca de originalidad lo singular es que sonaba Pink Floid cuando desperté. Y eso es lo importante. Lo fuera de lugar. Tocaban esa canción onírica y marihuanesca –como muchas, como casi todas– llamada Breathe (in the Air). Glenda, mi casera, la había puesto a todo volumen. El sonido atravesaba toda la casa: desde su jardín salvaje, en el primer piso, hasta la azotea solitaria donde vivo. No me molesta nada –nada– vivir en un lugar donde se pueda despertar de esta manera.





II. Un recuento rápido de lo que hay

Ahora es una madrugada de viernes. K se fue hace un rato y yo, por fin, puedo escribir estas líneas que vengo pensando/deseando. Hoy también garúa. Gotas gruesas y rápidas. Me gusta la lluvia de verano. Es inesperada y desregula o agudiza todo el ambiente: cuando amanezca, más tarde, la humedad hará que el calor sea insoportable. Y eso me recordará que yo debo huir de esta habitación. Irme de este lugar se ha retrasado un poco más. En unas horas iré al mercado y trataré de comprar alimentos para subsistir estos días: mangos, aceitunas, paltas y jamón. Quiero comer eso. Creo que se han convertido en mis alimentos favoritos. He dejado las sopas instantáneas y trato de comer menos pan (aunque me guste mucho). Si tuviera una refrigeradora conmigo sería mucho más feliz. Si tuviera una cocina, también. Pero este lugar es pequeño (cómodo, pero pequeño) y apenas entro yo y mis libros. El primero de enero tuve que trasladar muchos a la casa de mis padres, como para hacer más espacio aquí. A mi regreso, la habitación lucía un poco más vacía. Hice un recuento rápido de lo que había: libros y revistas, fotocopias (muchas fotocopias), adornos pequeños, prendas que aún no me decido a usar, tarjetas que solo utilicé una vez, bolsas vacías para la basura, zapatos deslustrados, algunas medias, dos potes intactos de lavavajilla, un retablo, una cruz, un poemario autografiado, varias hojas donde hice alguna anotación vana, recuerdos, desechos, nostalgia, agua.


El café, los libros, el mate. Una escena cotidiana.

III. El parque del frente

La primera vez que llegué a este lugar, preguntando por la habitación que alquilaban, Glenda (menuda y gentil, jamás me ha dicho ‘no’, me gusta mucho un cuadro de su escalera) estaba junto a su esposo (silencioso y doméstico, me saluda siempre con los ojos, jamás supe ni sabré su nombre) en la azotea. Trasplantaban un cactus. Mientras me explicaba las condiciones y me preguntaba mi pasado de inexperimentado inquilino “entonces este es el mejor lugar para que comiences”, un sonido extraño empezó a escucharse a lo lejos. Ella volteó, le hizo un gesto a su esposo, luego me miró y señaló los árboles del parque que están frente a su casa. Eran dos aves. Se remecían. Revoloteaban sobre las ramas, jugaban –alardeaban, quizá– con su posibilidad de volar. Ella me dijo que a esa hora se ponían ahí, que siempre podría verlas desde aquí. Eso me convenció. El reconocimiento de cierta sensibilidad que se deja impactar por lo inesperadamente bello. Porque ¿qué clase de persona, en plena transacción comercial, se detiene a contemplar cómo cantan las aves? Eso me convenció, insisto. Unos días después me mudé. A veces, cuando llevo horas encerrado en esta habitación, escribiendo, revisando, contestando, tratando de convertir mis ideas en palabras legibles, salgo a mirarlas. Hoy, por ejemplo, en una noche de febrero, ya casi despidiéndome de este cuarto, las he querido contemplar. Desde la azotea, mientras simulo que fumo, veo a esas aves. O me las imagino. Allí, imperecederas, me enrostran su capacidad para volar.


IV. Algunas noches

En varias noches, como ahora, los extraño. Suelo imaginarlos en el momento de la sobremesa, riéndose. La televisión coloca el sonido de fondo y ellos conversan. Ella se ha demorado en bajar, como casi siempre, y cuando por fin se sienta ellos dos ya van por la mitad de la cena (o del almuerzo). Conversan, se ríen, discuten, siguen conversando. Luego las actividades cotidianas: alguien lavará los platos, alguien más los secará. Hay que darles la comida a los perros. Regresará a su habitación. Él estará sentado sobre la mesa haciendo anotaciones de su trabajo, ella avanzará sus tejidos prometidos. Querrán encender un cigarrillo. Verán la TV hasta entrar en somnolencia, luego se irán a dormir. Ella aún permanecerá despierta tratando de combatir a sus monstruos. Imagino que en algún momento del día me piensan. En varios momentos del día yo los pienso así. Es, por supuesto, una escena idealizada. Pero el recuerdo y la nostalgia suelen trabajar de ese modo: idealizando. Mi hermana me contó que todavía algunos meses después de haberme mudado, mi papá continuaba nombrándome en las “gracias” que suelen darse luego de la cena. Me pareció un gesto tierno y doloroso. Por eso trato de regresar cada fin de semana, para mantenerme al tanto. Nunca es suficiente, claro, pero es. Algo que valoro de estos días en cuarentena, en el que ya vamos veinticuatro días juntos, es eso, precisamente, que estamos juntos. Ahora extraño mi habitación, pero sé que más adelante, cuando la normalidad sobrevenga, volveré a extrañarlos.

El cuadro de Glenda. Subías las escaleras y lo encontabas allí.

V. El sueño de todo voyeur

Tuve una amiga que contaba con orgullo los cuartos donde había vivido. No recuerdo con exactitud si fueron siete o trece, pero le escribí un poema sobre el destierro, los objetos y los amores que había perdido en cada habitación. No sé si en el futuro enumere con orgullo los lugares donde viví, pero sí sé que me gustaría vivir en varios: probar las distintas posibilidades de habitar un espacio propio que constantemente varía. Pensaba en ello mientras transportaba todas mis cosas de una cuadra a otra. Me fui de la casa de Glenda, por fin, un quince de febrero. K me terminó de convencer de que sea así. Pero no me fui lejos: apenas tres cuadras más allá. Le agradecí el espacio, el tiempo, la discreción, los olores y los sonidos. También le pregunté por mi cuadro favorito, aunque no tuve el valor para pedírselo. Antes, mis viejos me ayudaron con el traslado del librero, la cómoda y el escritorio. Yo querría haberlo hecho todo solo, pero habría sido agotador, inútil y un poco estúpido. Felizmente llegaron. K también llegó. En ese momento aún no tenía el cabello azul ni corto, solo el cuerpo erotizado por el sol. Esa noche, luego de debatirnos la vida, fuimos a un concierto. A la mañana siguiente, luego de un almuerzo familiar, volvió conmigo, intacta, y me ayudó a instalarme. En algún momento se quedó dormida sobre mi cama. En algún otro momento dobló la ropa, juntó fotocopias, cargó nuestro rompecabezas. La nueva casera se llama María Isabel (siempre sonríe, es práctica, tiene algunos emojis que usa con regularidad) y el espacio que me alquila tiene acceso a una cocina común más o menos equipada que casi nadie usa. La ventana de mi habitación, grande y luminosa, es lo que más me gusta. Desde aquí puedo contemplar a la gente sin que sepan que yo los miro: es el sueño de todo voyeur. Así que trato, a partir de esta ventana (y de todo lo que puede representar), de hacer mío este lugar. El arte de vivir solo, ya lo decía, es la posibilidad de resignificarse.