DÍA VEINTE: miércoles 27 de febrero
He estado ocupado. Escribiendo un artículo infinito, elaborando los sílabos de los cursos que dictaré este ciclo, también jugando FIFA 2019. He estado sin ganas. Por el calor que me anula (he elegido una mala temporada para escribir diariamente), por la falta de ideas concretas para desarrollar (a veces no se me ocurre nada: el cliché termina siendo certero), porque he estado algo obsesionado con el sílabo sobre análisis del discurso (y también con FIFA 2019, todo sea dicho). Así que no he publicado nada aquí en estos días. No porque haya vuelto a fumar –sigo intacto en la abstinencia de tabaco–, sino porque me he sentido un poco aletargado e inmovilizado (quizá sea el efecto de conocer a Talese y su historia cultural sobre sexualidad norteamericana, La mujer de tu prójimo: uno queda devastado –o sea, sin ganas de escribir– luego de leerlo).
En todo caso, para aplacar la sequía de textos, me propuse escribir, a propósito de mis veinte –malditos– días sin fumar, algunos fragmentos inconexos. Distintos momentos que anoté en mi libreta digital y que aquí desarrollo someramente, como para dejar constancia de estos embriones de futuras historias. Son veinte ideas, recuerdos, vaguedades: simples, privadas, independientes entre sí, improvisadas (bueno, no tanto) y breves. En el día veinte sin fumar.
En todo caso, para aplacar la sequía de textos, me propuse escribir, a propósito de mis veinte –malditos– días sin fumar, algunos fragmentos inconexos. Distintos momentos que anoté en mi libreta digital y que aquí desarrollo someramente, como para dejar constancia de estos embriones de futuras historias. Son veinte ideas, recuerdos, vaguedades: simples, privadas, independientes entre sí, improvisadas (bueno, no tanto) y breves. En el día veinte sin fumar.
1. Durante muchos años escuché a Silvio Rodríguez. Era un fan enamorado de él. Tenía casi todos sus discos (incluyendo los Inéditos). Mis amigos del colegio descubrían el reguetón o el rock; yo, la trova cubana. Esta no es una declaración de superioridad moral, menos estética: es solo una manera de justificar por qué, a veces, me siento tan desactualizado.
2. Uno de mis recuerdos más antiguos es verme a mí mismo sentado sobre un bacín. Estoy allí, cagando. Tengo 2 o 3 años. Y estoy solo. O al menos así parece. Sostengo ante mí una máscara de plástico (esas antiguas que llevaban una liga frágil para colgar sobre tu cabeza). Y la rompo. Voy cortándola con mis manos, tiras largas, e introduzco los fragmentos de la máscara rota en el bacín, con la ilusión –¿ilusión?– de que suceda algo. Siempre lo cuento, siempre regreso a esta escena. ¿No hay algo simbólico aquí?
3. Hace mucho tiempo, cuando estaba quebradísimo, sujeto culpable y asustado, entraba al cine a ver una, dos, tres películas seguidas. Cualquier cosa, no importaba el título. Solo importaba escapar. No llegar a casa, no pensar en ella, no recordar eso.
4. Una de esas veces, lloré demasiado con los primeros minutos de un filme llamado Valerian: Bowie forever. Puede ser que necesitara llorar y tomara como excusa eso (porque la película, a excepción de ese primer momento, es una completa mierda). Pero, en todo caso, esa escena me inquietó demasiado. Aún lo hace cada vez que la veo. Mírala acá y dime si no es una utopía conmovedora:
2. Uno de mis recuerdos más antiguos es verme a mí mismo sentado sobre un bacín. Estoy allí, cagando. Tengo 2 o 3 años. Y estoy solo. O al menos así parece. Sostengo ante mí una máscara de plástico (esas antiguas que llevaban una liga frágil para colgar sobre tu cabeza). Y la rompo. Voy cortándola con mis manos, tiras largas, e introduzco los fragmentos de la máscara rota en el bacín, con la ilusión –¿ilusión?– de que suceda algo. Siempre lo cuento, siempre regreso a esta escena. ¿No hay algo simbólico aquí?
3. Hace mucho tiempo, cuando estaba quebradísimo, sujeto culpable y asustado, entraba al cine a ver una, dos, tres películas seguidas. Cualquier cosa, no importaba el título. Solo importaba escapar. No llegar a casa, no pensar en ella, no recordar eso.
4. Una de esas veces, lloré demasiado con los primeros minutos de un filme llamado Valerian: Bowie forever. Puede ser que necesitara llorar y tomara como excusa eso (porque la película, a excepción de ese primer momento, es una completa mierda). Pero, en todo caso, esa escena me inquietó demasiado. Aún lo hace cada vez que la veo. Mírala acá y dime si no es una utopía conmovedora:
5. Acabo de verla otra vez y he descubierto, con horror, que entre los jefes humanos participantes de este encuentro sideral nunca hay una mujer: los otros que llegan son seres de distintos tamaños y géneros, pero aquí, en la Tierra, los jefes siguen siendo hombres. De distintas razas, edades, apariencias o costumbres, pero siempre varones. El recuerdo afectuoso que tenía por esta escena está dañado.
6. Cuando estaba en el colegio fui brigadier general. Y, a pesar de lo que podrías creer, hacia cumplir inexpugnablemente la norma. Si me conoces algo, sé que eso podría parecerte una contradicción: las normas están para quebrarse –suele decir/asumir, a veces, la parte más estúpida de mí. Sin embargo, si lo pensamos bien, no lo es: suelo ser un tipo al que le gusta quebrar las reglas, a menos, claro, que las reglas las imponga yo. Perverso, pero honesto.
7. La otra noche conocí a un hombre que acusaba a Donald Trump de confabular contra él. Compartimos asiento en el bus y me contó que era ecologista, que los ríos estaban contaminados, que sus tierras ya no producían. También habló de sus hijas, posibles asesinas; de su exesposa, hermana de los mandos más importantes del MRTA, y, por supuesto, de cómo Trump era dueño del oro peruano. A pesar de su evidente demencia, no pude evitar pensar que, de cierto modo, tenía un poco de razón. Me dio su tarjeta, me recomendó visitarlo y comer ciertos granos para no contraer el cáncer.
6. Cuando estaba en el colegio fui brigadier general. Y, a pesar de lo que podrías creer, hacia cumplir inexpugnablemente la norma. Si me conoces algo, sé que eso podría parecerte una contradicción: las normas están para quebrarse –suele decir/asumir, a veces, la parte más estúpida de mí. Sin embargo, si lo pensamos bien, no lo es: suelo ser un tipo al que le gusta quebrar las reglas, a menos, claro, que las reglas las imponga yo. Perverso, pero honesto.
7. La otra noche conocí a un hombre que acusaba a Donald Trump de confabular contra él. Compartimos asiento en el bus y me contó que era ecologista, que los ríos estaban contaminados, que sus tierras ya no producían. También habló de sus hijas, posibles asesinas; de su exesposa, hermana de los mandos más importantes del MRTA, y, por supuesto, de cómo Trump era dueño del oro peruano. A pesar de su evidente demencia, no pude evitar pensar que, de cierto modo, tenía un poco de razón. Me dio su tarjeta, me recomendó visitarlo y comer ciertos granos para no contraer el cáncer.
El ingreso a la comunidad nativa Chachibai, estuve allí durante mucho tiempo, en otra vida. |
8. A veces recuerdo ese viaje a Chachibai y la noche en que nos gritamos mucho: en plena oscuridad amazónica, mientras los iskonawa dormían lejos de nosotros. Absolutamente aislados de lo que tú despreciabas (o no entendías). También recuerdo mi inestabilidad navegando en bote, un regreso a oscuras, los baños precarios, esa posibilidad de perderme entre pájaros y árboles para no volver. Aún conservo, entre algunos libros mojados, las hojas que recogí aquella vez.
9. Una vez, cuando todavía dormíamos en ese camarote, Lorena me preguntó quién me gustaba. Me propuso decirme quién le gustaba a ella, si yo decía quién me gustaba a mí. Éramos aún pequeños y aún compartíamos ese espacio de proximidad que, creo, poco a poco se va perdiendo (y aunque doloroso, supongo que es necesario). Ella me lo dijo primero: un chico con el que no llegó a bailar –¿o sí?– su vals de promoción. Cuando me tocó a mí, yo no supe qué responder: me gustaban todas, ¿cómo enunciar eso? Así que le dije que no me gustaba nadie. Espero que me haya perdonado la treta.
10. La violencia contenida con que te penetro: mis palabras evocando agresividad. Mi lengua humedecida por ti y en ti. Te cojo las manos con fuerza, jalo tu cabello, muerdo tu piel, la marco. Dos, tres dedos, ¿cuatro?. Tu saliva confundida sobre mis vellos, la piel de mis testículos marcada por tu boca. Tres orgasmos y medio. Te pregunto si te gusta, si quieres más, si te corres conmigo. Palabras inconexas que encadenan un significado: pinga, putita, cachar, tírame, chúpame, rico, así, sí, sí. Dos cuerpos confundidos violenta y gozosamente en uno.
11. La editorial de un sol, Toribio Anyarin Injante, nutrió mis primeras lecturas. Hay cosas que no se olvidan: historias recortadas, algunos vacíos inexplicables, lecturas posteriores en las que notabas que lo leído había sido una completa mierda (como Valerian). Una editorial 'chicha': sí, es probable. Pero era una posibilidad para leer.
11. La editorial de un sol, Toribio Anyarin Injante, nutrió mis primeras lecturas. Hay cosas que no se olvidan: historias recortadas, algunos vacíos inexplicables, lecturas posteriores en las que notabas que lo leído había sido una completa mierda (como Valerian). Una editorial 'chicha': sí, es probable. Pero era una posibilidad para leer.
12. Hace mucho tiempo perdí el talento para expropiar libros. Debería escribir (y quizá volver) sobre ello.
13. Quisiera estar afuera, fumando. Y no escribiendo estas letras inútiles.
14. La otra noche, K y yo vimos Mary Queen of Scots (Rourke, 2018), aquí traducida como Las dos reinas. Siento que es una película que debió tener mejor suerte: se estrenó en la misma temporada de La Favorita (Lanthimos, 2018) y esta se tragó por completo la atención sobre los dramas imperiales. No obstante, entre varias otras, me quedó esta idea muy marcada en la cabeza: lo masculino como potencialmente dañino. En este relato, todos los hombres son traidores, asesinos, estúpidos, crueles e infames. Y esa es una verdad que no está, para nada, alejada de la realidad.
15. Cuando me confesé por primera vez, le conté al cura que tenía “pensamientos indebidos” (así me dijeron que debía enunciarlo): fantaseaba con mis compañeras de colegio, me imaginaba besándoles el cuerpo, mordiéndole los pezones, convenciéndolas de tener una gran orgía conmigo. Una cosa curiosa: nunca hubo fantasía de penetración, todo era salival y táctil. Pero no se lo conté así, solo le dije que tenía pensamientos indebidos y, cuando quiso que profundizara, ya no le dije más. Entonces me recomendó que cada vez que fantaseara con ello, me imaginara a mi madre viéndome. Así de retorcido, pero efectivo. Me asustó mucho. Dejé de hacerlo por un tiempo, luego regresé. Pero el cura ya había efectuado su poder: instauró la culpa.
16. Me gustan los videojuegos por la capacidad de inmersión que producen. No juego tanto como me gustaría, pero cada cierto tiempo reinstalo mi adolescencia digital. Recuerdos de un visitante de cabina (por cinco horas, una gratis): StarCraft, Age of Empries, Counter Strike, WOW. El problema es que me envicio, y pierdo noción del tiempo, de las cosas, de la realidad. Entonces, con la ludopatía inoculada, abandono toda clase de deberes: comer, salir con mi novia, hablar con mi familia, ir al trabajo… solo un acto de voluntad radical –eliminarlo todo, ya mismo– me logra salvar.
17. David Bowie me gusta por lo que es: un tipo transgresor. Su propuesta, que me muscaliza muchos momentos de la vida, me parece muy potente. Algunos de sus temas: ambigüedad sexual, violencia desaforada, soledad estelar, experimentación, destino. He pensado en tatuarme su rayo emblemático en alguna parte del cuerpo que aún no decido.
Bowie sideral: aún mantengo la esperanza de vestirme como él en alguna fiesta de disfraces. |
18. Un conjunto de versos sobre la masculinidad: tóxica, frágil, infantil. Un conjunto de ensayos sobre las diversas formas de violencia cotidiana (e imperceptible). Una reunión de perfiles de escritores peruanos malditos. Una investigación sobre los sujetos que no aceptaron militar en nuestra guerra interna (y que por ello pudieron escapar o, al menos, sobrellevar la vergüenza y deshonra que, en ese momento, significó decir no).
19. Un ejercicio de intertextualidad. Este es un precepto teórico-político (también ético), escrito por Žižek, que me gusta bastante:
«Quizás, el enigma final de la posmodernidad reside en esta coexistencia de las dos actitudes inconsistentes, no percibidas por la crítica de izquierda habitual de los jóvenes intelectuales que, aunque son teóricamente conscientes de la maquinaria capitalista de la industria cultural, disfrutan de los productos de la industria del rock sin problematizarlos.»
20. Escribir es testimoniar.
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