DÍA UNO: viernes ocho de febrero
Las cosas que te provocan placer se acaban sin que te des cuenta.
En algún momento desaparecen, sin aviso preliminar. Alguien te dice que no, descubres que ya no sientes lo mismo, esta canción inédita (y hermosa) deja de sonar, el orgasmo sobreviene con precipitación, la cajetilla de cigarrillos se termina. Anoche, sin tomar conciencia de esto, me fumé el último tabaco disponible. Hoy he decidido no volver a fumar.
No es una decisión precipitada, antes ya he querido hacerlo. Pero siempre me ha costado decir que no. Nunca me ha sido fácil controlarme con los placeres. No sé si identificarme como un sujeto hedonista, pero creo que cierta comprensión perversa de la libertad me ha permitido gozar con descaro y cinismo de aquello que me complacía. Luego acontecía culpa, es cierto, pero lo gozoso ya había sucedido: entonces no (me) importaba mucho. Sí, es un razonamiento peligroso, posiblemente egoísta. Supongo que todos somos algo monstruosos.
(me justificaré arguyendo eso por ahora)
Así que, desde hoy, me propongo asumir esta suerte de desafío, modesto y cotidiano pero valioso (como probablemente son los retos que en verdad significan algo para quien los hace y, por ello, son más difíciles de lograr). Quiero dejar de fumar por cuarenta días. No es una temporalidad elegida al azar. La idea de la cuarentena siempre me ha resultado atractiva: cuerpos enfermos aislados de la comunidad potencialmente contagiable, un pueblo que camina perdido en busca de su tierra prometida, el salvador de hombres haciendo un retiro en el desierto. Los cuerpos, el pueblo, un salvador: todos marcados por el número cuarenta. Todos inscritos en esta temporalidad decisiva. ¿Por qué no podría sumarme yo también a esta lista con un ejercicio sobre el despojo?
Quisiera que esto no solo se trate sobre evitar los cigarrillos y el arte de aspirar humo, sino también sobre la (im)posibilidad de escribir. Por eso estas palabras acumuladas que ahora tú lees. Creo que el alejarme del tabaco puede ser una oportunidad para testimoniar por escrito lo que sobreviene en estos cuarenta días. Hay aquí una metáfora –entre mi esterilidad escritural y mi consumo desmedido de tabaco– que no logro asir, que en esta madrugada no comprendo, pero que sé que existe. No tengo claro qué pasará cuando acabe el plazo: si volveré a fumar o si seguiré aumentando la cuenta (¿cuarenta más?, ojalá…). Quizá, como suele ser casi siempre, no importe tanto el final, sino el camino hacia él. Si es así, si debo desear que el camino sea largo (Cavafis dixit), testimoniar este trayecto, con estas palabras, en este momentáneo e íntimo lugar, se vuelve más imprescindible.
Entonces, como Barney Stinson, ese personaje estropeado en su propia serie, como tantos otros, deberé afirmar un frívolo “challenged aceppted!” y asumir lo que intento escribir aquí. Me gustaría afirmar que no pretendo hacer un espectáculo sobre esto (tal vez sea lo primero que me digan –o piensen– las personas que más o menos me reconocen). Es cierto, no quiero armar un show con mis jornadas de abstinencia y ansiedad. Pero a la vez me interrogo: en esta época de redes sociales e interactividad veloz, violenta y mediatizada, ¿acaso (casi) todo lo que hacemos en los espacios públicos –tangibles o digitales– no está espectacularizado?
Que sea lo que sea. Yo solo quería escribir que esta noche he escuchado la versión que Javiera y los Imposibles hicieron de Eyes Without Face, que me ha gustado, que me he aspirado el último cigarrillo oyéndola y que en cuarenta días no volveré a fumar. Y que escribiré sobre ello. A ver qué sale.
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