DÍA DIECISIETE: domingo 24 de febrero
Eres un tipo que se aburre con facilidad, despreciable Esteban. Abandonaste rápidamente (y con pocas culpas) trabajos, mujeres, pasatiempos, lecturas. Los relatos que inicias nunca obtienen final. Más de una vez te has retirado de las fiestas –también de las salas de cine– cuando la celebración aún no terminaba. Sabes, de algún modo lo sabes, que eso resulta problemático. Te lo dices, en voz alta incluso, caminando solo y fumando (un cigarrillo se enciende luego de otro). Te lo has dicho en ese diván incómodo, con Alfonso de testigo, mirando sus libreros lacanianos, el techo recién pintado, su celular que interrumpe, la voz confesional y entrecortada. Sueles decírtelo, pero eso no evita que persistas, compulsivamente, en esa falta de constancia, en las pocas ganas de algo: esa suerte de nihilismo que siempre te provoca dejarlo todo y largarte.
Ahora deben ser las tres de la mañana, es domingo y sientes esas ganas. Te has retirado del grupo, has pedido una cerveza y, desde la barra, contemplas a la gente bailar, beber, gozar. Imaginas que tienes un cigarrillo, anotas estas palabras inconexas en tu libreta digital, imaginas que estás sentado cómodamente en un bar y no de pie, aquí, en el rincón de esta discoteca. No creo que pueda estar más tiempo así, te dices, me dices, nos decimos. Piensas, pensamos, que de algún modo todo nos resulta obvio: sexualidad desbordada, baile frenético y bello, un caos atractivo, bullicioso, alegría honesta pero en estampida. ¿Somos sujetos tan fáciles de descifrar y complacer? Bebemos un poco de alcohol, suena una melodía excitante, nos rozamos el cuerpo con fuerza y ya está, listos para entregarnos y ser uno con otro.
Todo es culpa del cansancio. Esta mañana te levantaste muy temprano (o casi). Anoche estuviste bebiendo hasta tarde con algunos conocidos. Fresco y agradable. Oliste de cerca un cigarrillo, te reíste mucho, cantaste, compartiste un taxi. Hoy, aquí, te sientes un poco fuera de lugar. Estás escribiendo estas líneas y alguien te coge la mano, sonríes amablemente, desistes. Vuelves a imaginar que fumas, que follas, que nos fuimos a ver el mar. La cerveza se está acabando y el ritmo ha cambiado. Si no estuvieras tan cansado pondrías un mejor gesto, Esteban. Incluso bailarías. Lo sabes. Con los años te has hecho un animal más tolerante, ya no haces desplantes estúpidos, comentarios pasivo-agresivos, intervenciones ofensivas. Quizá por eso has venido hasta aquí a fumarte un cigarrillo inexistente y a beber tu cerveza: solo, como a veces nos gusta estar.
Que el humo hable por nosotros. (Tomé de de aquí la imagen) |
Pero digámoslo de una puta vez: eres un tipo de bares y no de discotecas. Una dicotomía algo forzada, pero válida para expresar cómo te sientes ahora. Aunque las detesto, creo que estos gestos radicales de elegir un bando ayudan a resolver cierta identificación básica: sucede en los deportes, en las elecciones sexuales, en el tipo de alimentación, ¿por qué no sucedería también en la manera como celebramos? Eres, Esteban, un tipo que goza más de estar sentado en un bar. La posibilidad de conversar, los tragos que puedes beber con lentitud, la distancia suficiente de la gente y la música que no te dejará más sordo. Te gusta estar así, no te culpo por eso.
Y aunque algunas horas después (cuando la música se haya acoplado a tus ritmos, cuando vuelvas a oler un cigarrillo mientras caminas a ver el mar, cuando el desacuerdo haya pasado) nada de esto importe, aquí, ahora, escribes estas líneas como una forma de liberarte. Quizá, todas estas palabras son un modo de calmarte –de calmarnos– el aburrimiento, estas ganas por abandonarlo todo. Ya vete, Esteban. Debo volver a ponerme la máscara.
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