DÍA DOCE: martes 19 de febrero
Escribir agota. Es un ejercicio mental y físico que requiere esfuerzo, dedicación, sobreexigencia. Al menos así funciona para mí. Por eso detesto a quienes señalan que escribir es un placer sin más. Hace tiempo, un poeta medianamente potente dijo que él se sentaba y disfrutaba escribiendo. Desprecié su intervención. ¿Qué de placentero puede tener unir palabras, una tras otra, con desesperación, con angustia, intentando construir las formas precisas que mejor revelen eso que quieres decir?
Escribir no es placentero, provoca tensión, te pone ansioso, estresa. Cuando escribo, me cuesta. Inicio anotando palabras sueltas, suburbios de alguna idea, frases que inicien párrafos, que conecten experiencias, que anclen al lector. Luego voy depurando: meto comas, cursivas, interrogaciones, dos puntos, ¿dónde están los dos puntos?, me gustan demasiado. Voy encontrándole un ritmo, una tonada precisa, una coloración especial que materilice el sentimiento en ese montón de palabras que arrimo, tarjo, edifico.
Pero mi edificio de palabras siempre amenaza con caerse: no sé cómo generar el cierre, a veces falta fuerza en la capacidad de conmover; no hay una verdad que genere empatía, identidad; no logro cierta singularidad; las descripciones resultan flojas, los diálogos aburridos… tantas debilidades, tanta fragilidad. Escribir agota. Súmese a eso mi dispersión: anoto líneas y luego divago en la red, apago el wifi y me distraigo con las propiedades de algún archivo, escribo a mano y empiezo a dibujar malas abstracciones en mi libreta.
Así que esta es mi cuota de escritura diaria en este –poco más que anónimo– espacio virtual: el reconocimiento de que este goce es una tarea fatigosa y aplastante, doblega el bienestar. Te hace sudar, comerte las uñas, dolerte el culo; se te engrasa el cabello, el aliento se te descompone, la panza aumenta; la circulación se daña, el sueño se interrumpe, debes consumir cigarrillos. Maldito goce malsano: porque creo que solo puede entenderse así. Si esto me genera tanta incomodidad, ¿por qué regreso siempre aquí, de manera compulsiva, reincidente, dañina? Todo quiero ponerlo en palabras, todo lo ando pensando en breves relatos, siempre ando escribiendo. Insisto: maldito goce malsano.
Así que esta es mi cuota de escritura diaria en este –poco más que anónimo– espacio virtual: el reconocimiento de que este goce es una tarea fatigosa y aplastante, doblega el bienestar. Te hace sudar, comerte las uñas, dolerte el culo; se te engrasa el cabello, el aliento se te descompone, la panza aumenta; la circulación se daña, el sueño se interrumpe, debes consumir cigarrillos. Maldito goce malsano: porque creo que solo puede entenderse así. Si esto me genera tanta incomodidad, ¿por qué regreso siempre aquí, de manera compulsiva, reincidente, dañina? Todo quiero ponerlo en palabras, todo lo ando pensando en breves relatos, siempre ando escribiendo. Insisto: maldito goce malsano.
El poeta pobre (1839), de Carl Spitzweg. Prototipo del sujeto abandonado, solo, sucio y desordenado, pero escribiendo. |
Hoy desperté alrededor del mediodía luego de haber terminado un texto para una revista, me bañé y continué escribiendo ese paper que ya debería estar acabado. En el trayecto de la jornada, escribí chats, correos de respuesta, acuerdos para una próxima reunión, excusas, un par de saludos de cumpleaños, las ideas de un proyecto futuro, nombres para poemas que aún no escribo, una dedicatoria posible. Ahora, por la noche, luego de una jornada encerrado y escribiendo, anoto estas líneas pesimistas, resignadas, declaratorias: escribir me agota, hace daño, perturba… y sin embargo, estoy aquí, escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.
Sus palabras funcionan como un mantra en esos interminables y tormentosos momentos de escritura, como el de ahora.
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