DÍA QUINCE: viernes 22 de febrero
Ya lo sabemos: algunas cosas se heredan. Vicios y enfermedades, ciertas predisposiciones afectivas. Los colores y las formas que condicionan nuestros cuerpos. Estilos de vida, las posibilidades (o ausencias) adquisitivas. Fama y algo de reputación, diversas suertes, fortunas, bienes. Los deseos de venganza, tus maldiciones, sus secretos, nuestras fotografías. Animales domésticos, canciones favoritas. Los gustos, esos recuerdos. También los oficios –de algún modo– se legan. Mi bisabuelo le heredó el artificio de la madera a mi abuelo, y este se lo enseñó –mal que bien– a mi padre. Soy un descendiente de carpinteros.
Cuidado que te vuelas un dedo con el formón, pásame la güincha, aprende a cubicar la madera, no metas la mano cuando la máquina esté encendida, agarra acá, búscame clavos de media pulgada, ¿dónde está el cebo?, no juegues con el taladro, no metas la mano, sostén esto, martilla, agarra el triplay, que no se caiga, marca aquí, alcánzame el destornillador estrella, el más grande, el alicate rojo, no metas la mano te estoy diciendo, cuida las herramientas, necesito una broca igual a esta, tornillos de pulgada y media, marca ahí mientras yo cargo, esto se hace con lijas de 120, esta madera tiene vetas bonitas, sigue lijando, falta más, no hables fuerte que te van a escuchar, el terokal ya secó, pega eso, que no juegues, que no metas la mano, ¿está derecho?, ¿cómo no vas a saber cubicar la madera?, ¿qué te han enseñado en la universidad?
Me lo ha dicho tantas veces que ya lo recuerdo así: estoy sentado sobre un montículo gigante de troncos, en una maderera. Este es uno de mis primeros recuerdos. Es Villa María del Triunfo, hay aserrín y virutas en el suelo. Fue hace más de veinte años, cuando Villa el Salvador –y su práctica melamina– aún no lo acaparaban casi todo. Probablemente visto un short y un polo delgado, debe ser verano. Mi madre está en casa, preparándonos el almuerzo (históricos roles familiares). Mi hermana aún no existe; lo sé porque mi fragilidad y pequeñez son evidentes, y en este recuerdo sirven para marcar temporalidad: apenas llevo unos años aquí. Mi padre, que está más allá, que elige y mide maderas para después transformar, dice que lloré, reclamándolo, insistiendo su presencia, lamentando el supuesto abandono del que me quejaba. Allí estoy, eso me ha contado, así me recuerdo. Entre ese montón de maderas humedecidas, rasposas, con olor a selva, con ese color de madera transportada por el río, cortada con violencia y descuido en aserraderos, negociada y malpagada en provincias: un tronco que ha sobrevivido cientos de años para que un niño llorón empiece a patearlo reclamando a su padre, que mide maderas, que elige troncos, que acuerda precios, que recuerda muchos años después este momento.
Serrucha sin salirte de la línea marcada, echa poca goma, esta goma pega rápido, no gastes tanta goma, ¡no te comas la goma!, no cargues tú el maletín más pesado, ¿ya tienes hambre? vámonos a almorzar, no ensucies tanto, limpia, coge el huaype y échale tíner, ¿quién es el maestro aquí?, ¿tú o yo?, es como si yo me metiera a decir algo sobre todos esos libros que lees, ayúdame a sostener esto, vuelve a sostener eso, te estoy diciendo que prestes atención, déjame pensar, yo no soy ebanista, soy carpintero, me falta más técnica para lo primero, redáctame este presupuesto, así no, no te lo escribí así, pero así lo entiendes tú, no yo, ¿tienes tiempo?, redáctame este otro presupuesto, esta es capirona, esta pumaquiro, el cedro es más elegante, pero tornillo está bien, la melamine es más fácil de armar, me duele un poco la columna.
La familia es también –en algunos sectores más que otros– un medio de producción. Un hijo en casa de obreros es un cuerpo más en la obtención del capital: unas manos que alcanzan, una espalda que carga, una mirada que cerciora. Así, me hice, me hicieron, ayudante de carpintería. Obviamente, solo de manera extraoficial (y en vacaciones). A mi viejo no le gusta el trabajo grupal y siempre ha preferido evitar las tumultuosas y coimeras obras. Él trabaja por su cuenta, solo (una elección que también heredé), sin horarios específicos y sin intermediarios (aunque con exigencias igual de neuróticas que el jefe explotador que te reclama horas extras y compromiso laboral sobrehumano). En fin, la jerarquía es simple, aunque creo que ahora –salvo algunos espacios gremiales de construcción– permanece casi inexistente. Sé que la diré incompleta, aunque él me la haya repetido muchas veces mientras yo jugaba Candy Crush:
Primero está el maestro, el tipo más experimentado y con frecuencia de mayor edad y respeto. Lee planos, tiene diversas habilidades, conoce mucho más, suele liderar al grupo y resolverle los problemas al ingeniero estúpido y joven que gana mucho más, que no sabe, pero tiene título universitario.
Después viene el operario, que creo también llaman oficial (no estoy seguro de eso: sorry, pa’). Pero es el mando intermedio: un trabajador que ya tiene experiencia y que, con frecuencia, está a cargo de secciones específicas dentro de la obra. Entre otras cosas, por ejemplo, instala puertas, les coloca las chapas y bisagras, constata que la línea de luz entre el marco y la puerta se mantenga exacta, imperturbable, perfecta.
Al final está el ayudante, el rol que cumplí es esporádicas ocasiones durante algunos años. Es el tipo que acerca herramientas, que barre las virutas y junta el aserrín. Echas cola, buscas y luego alcanzas clavos o tornillos, cambias la broca de acero del taladro por una para perforar aluminio, vas a comprar (o a veces recibir) el almuerzo, lijas como desquiciado, marcas con un lápiz dónde debe martillarse, qué espiga empata con otra, a qué altura se coloca la bisagra. Suele ser un joven inexperto y, en mi caso, un poco ahuevado e inoportuno.
Por desamar, reconstruir y reinstalar, debo ir al contador, ¿puedes ayudarme mañana?, no, no te metas a cargar tú, vámonos ya, todo salió cuadra, no me dejas concentrarme, recoge las herramientas, que todo esté ordenado, toma, por tu ayuda de hoy, dice que hoy no va a pagar, no hay chamba, voy a comprar material, en ese tiempo caminábamos un montón buscando trabajo, él no sabía cubicar, entonces Marcos, entonces Rachi, entonces Peñarrieta, nosotros hicimos ese techo, un par de veces, luego del trabajo, nos fuimos a ver el mar, plata como mierda, ese es una cagada, ¡no, huevón!, putamadre, ¿ahora?, agarra acá, búscame clavitos así como este, de pulgada y media, sostén el desarmador rojo, échale grasa a los tornillos, marca ahí, no me distraigas, no cojas eso, enrolla la extensión, ¿dónde está el cebo?, no encuentro el alicate amarillo, presta atención, ¡que no cojas eso, carajo!, ¿quién se va a quedar con mis herramientas cuando yo no esté?
Creo que en esos años hubiese preferido quedarme (más) en casa, viendo TV, jugando algún videojuego o leyendo algo entretenido. Pero uno no elige su suerte cuando tiene quince años y yo terminaba ahí, con él, alcanzando martillos y lijando. Era una situación de exigencia física, prototípicamente masculina, es verdad. Pero al final de cada jornada, agotados y expectantes, había cierto placer honorable por el trabajo cumplido. Algo así como una emoción de heroicidad cotidiana, sencilla pero honesta: ese goce que –imagino– deben sentir todos aquellos que hacen su trabajo bien. No quiero ponerme solemne o glorificar estos episodios de ayudantía. El esfuerzo físico nunca me gustó y, por eso, apenas entré a la universidad (y hallé trabajo enseñando, leyendo, corrigiendo y escribiendo), lo abandoné.
Sin embargo, a veces, en noches como esta, cuando por quiceava vez no hay cigarrillos para combatir el insomnio, y cuando él y mi madre me cuentan rápidamente que acabaron un nuevo trabajo (ahora ella es su ayudante y es mil veces mejor que yo), nos recuerdo a ambos, allí, en el trabajo. Él explicándome para qué sirve cada una de sus herramientas y qué debo hacer (también diciéndome que no toque nada y yo tocándolo todo). Entonces recuerdo los libreros que me ha hecho, el techo de nuestra casa, la mesa donde cenamos y hemos llorado juntos, los sillones de madera que tiñó junto a mamá, nuestras camas, las divisiones de nuestros cuartos, las repisas que le hizo a mi hermana, ese formón que su papá improvisó, las veces en que madrugaba todos los días para trabajar en otra ciudad, la gente que lo respeta, sus manías y desquicios, esa máquina que tanto le costó comprar, las herramientas que alguna vez heredaré, el color de la madera en mate y no brillante, las polillas que cada cierto tiempo amenazan esta casa, el polvillo miserable cada vez que se lija, el olor inconfundible de la madera. Y allí, también, lo recuerdo contándome mucho de su padre, de su abuelo, de cómo trabajaba con ellos, de la elección fortuita de este oficio (necesidad antes que aptitud): tantas historias sobre este linaje de carpinteros que yo no continuaré.
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