DÍA DIECISEIS: sábado 23 de febrero
Al colocarse audífonos, uno se escapa un poco del rostro sonoro y monstruoso de la ciudad. Usarlos es una medida protectora, aislante: un gesto que nos evita la inmersión completa en la bulla y que, a mí, me garantiza una mayor concentración. Así, abstraído en el bus, puedo corregir con desesperación todo tipo de evaluaciones (las largas, aburridas e inútiles; aunque también esas pocas que sorprenden o motivan), terminar de leer algunos libros (de pie, sentado, ahogándome de calor o maldiciendo el frío) y escribir/rescribir –en el felizmente sencillo Google Keep– textos como este que ahora lees, internauta voyeur. Siempre, aun con el riesgo que ello implique, los oídos taponeados de música.
Sin embargo, todo se agota: llega un momento en que esta elección satura. Entonces me libero la escucha, despierto un poco y contemplo las calles, sin amor: el motor de los carros y sus cláxones, gente que conversa, que grita, que se hipnotiza a sus celulares, silenciosa, una emisora mal sintonizada, monedas cliqueantes, ventanas semiabiertas, llamados de rutas, pitidos, un heladero y su chicharra, alguien que reproduce para sí un video que todos oímos, un niño llora, una señora se ríe fuerte, tose, estornuda varias veces… tantos sonidos, tanta bulla: nuestra cotidiana sonoridad. En ese momento suben ellas al bus.
Estoy en la Avenida Grau, en los límites del Centro de Lima. Es sábado por la tarde. Me dirijo a un concierto donde estaré ocho horas de pie. Y aunque en ese momento la posibilidad me suena divertida, más tarde estaré lamentando esta decisión. Allí, sostenido en el pasamanos, espero que mi paradero se acerque, ya sin audífonos, observando cómo el carro se queda sin pasajeros. Trato de adivinar cuántos otros de allí, jóvenes con vestimenta más o menos similar a la mía (alguna prenda negra, un poco de furia en la mirada), van al mismo concierto que yo.
Estoy en la Avenida Grau, en los límites del Centro de Lima. Es sábado por la tarde. Me dirijo a un concierto donde estaré ocho horas de pie. Y aunque en ese momento la posibilidad me suena divertida, más tarde estaré lamentando esta decisión. Allí, sostenido en el pasamanos, espero que mi paradero se acerque, ya sin audífonos, observando cómo el carro se queda sin pasajeros. Trato de adivinar cuántos otros de allí, jóvenes con vestimenta más o menos similar a la mía (alguna prenda negra, un poco de furia en la mirada), van al mismo concierto que yo.
Lima 6:43 pm, de Julius Sobrino. Cada uno de nosotros componemos un color en este cuadro caótico que es la ciudad. Tomé la imagen de aquí. |
Entonces me distraen los balbuceos que ella lanza. No articula palabras, solo mueve la boca y un bufido quejoso se escucha. Suelo ser un sordo infame, por eso pienso que –como tantas otras veces– no estoy escuchando bien lo que la vendedora ambulante de turno está diciendo. Pero no vende, y no estoy oyendo mal. Habla así y está pidiendo dinero. O comida. O ropa. No se entiende bien. Lo que sí creo descifrar: que le avisen cuando lleguemos a la avenida Alfonso Ugarte.
No había terminado de entender la situación, cuando escuché que un muchacho le decía a su compañero de asiento –¿acaso su amigo, su novio, su hermano, su conocido?– “se ha subido una loca”. Recién allí la miré con atención. ¿Cuántas veces has cruzado la acera, te alejaste un par de pasos, evitaste transitar por el mismo lugar donde ese loco existe, extraviado y mugriento? Siempre me ha fascinado/perturbado cómo estas personas resultan la representación máxima de lo expulsado, lo aberrante. En nuestro grupo cultural –y creo que junto a los terroristas, ese otro sistemáticamente repudiado– los locos callejeros son el significante más radical de alteridad. Todos les huyen, y aunque a veces causan pena y conmueven, los queremos lejos del espacio que ocupamos, fuera de la descendencia genética, negando alguno de sus rasgos en nosotros mismos.
La mujer llevaba la cara manchada de algo que me pareció grasa, estaba sudorosa y el cabello lo tenía largo y suelto, enredado. Su polo –de un azul desteñido (y obviamente sucio)– tenía una rotura en el hombro izquierdo. El pantalón buzo era plomo, lo llevaba arrastrando, estaba mojado en la entrepierna. ¿Esa humedad era orín, excremento líquido, simple agua? Deducciones sin importancia, porque su atuendo era el esperable. Uno se imagina estas descripciones clichés cuando piensa en un sujeto enloquecido y en abandono: la ropa traposa, el mal olor, la incapacidad para conectarse –con el lenguaje, con un gesto, con la mirada– a nuestra violenta y fragilizada realidad. Pero en ella, lo extraordinario –eso que resultó imprevisto e impactó– era la niña que llevaba consigo.
Tenía visiblemente sueño y era muy pequeña. No sé identificar edades en niños (todos me parecen iguales), pero ella ya caminaba. Cabello mal cortado, polo rosado de unicornios percudidos, sandalias muy grandes. Se sobaba la cara con las manos sucias y todos los que la contemplamos sentimos ¿pena?, ¿consternación?, ¿una culpa social por el abandono de estos cuerpos? Lo siento, no pretendo hacer aquí un abordaje victimista, ni intentar retratarlas desde lo triste que resultó el que hayan avanzado hasta el fondo, sin que nadie les ofreciera nada, y allí, instaladas, se hayan tirado a dormir, desparramadas y absolutas, en el último asiento del bus, ya casi vacío. No quiero conmover o interpelar con esta descripción. Mis intenciones son mucho más egoístas (y por eso, supongo, honestas): quiero testimoniar aquí lo que me generó ver a una mujer enloquecida –abandonada y absorta– llevando a su hija de la mano.
Aunque quizá puede que no haya sido su hija. Ya sabemos que suelen alquilarse niños para mendigar: seres que fungen de objetos que amplían la pena, la conmoción, esa capacidad para sacar del bolsillo más monedas y colaborar. Podría haber sido esta la situación. Ella una alcohólica o drogadicta o simple estafadora disfrazada de mendiga: entonces deberíamos entender a esta niña como una sección más del atuendo, junto a la cara grasosa y al performance de precariedad.
Pero creo que había realidad en esta mujer, en esta niña a la que abrazaba fuerte, como se abraza lo que se ama, lo que te pertenece, lo que es tuyo y de nadie más. Hay algo más: el olor no se puede falsificar. Entiendo que cualquiera podría performar miseria –las ropas y el maquillaje lo garantizan–, pero ese olor a excremento putrefacto, a orín empozado, esa herida que tenía en la mano sucia y sin curar, eran reales. No podían ser gestos inventados.
Quiero creer que esta mujer enloquecida es la madre de esa niña que, probablemente, heredará la misma suerte (si es que sobrevive hasta la edad en que pueda heredar algo). Cuando la cobradora se les acercó, volvió a repetir lo de avisarle cuando lleguen a Alfonso Ugarte (que ya estaba más o menos cerca). No dijo nada más, solo se durmió, abrazando a la niña. Recién allí pude notar que la madre estaba descalza. ¿Cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo con su hija?, ¿dónde había estado todos estos años?, ¿cuándo y por qué enloqueció?, ¿era alcohol barato –además de la mierda y el orín– a lo que también olía?, ¿hay un padre en esta historia?, ¿hay más hijos?
El psicoanálisis ha profundizado, con algunas certezas, en la problemática relación entre ser mujer y ser madre: posiciones contrapuestas que no van en continuidad, que no se complementan (como suele creerse). Esa idea de que la mujer se realiza siendo madre es una creencia demasiado extendida, demasiado tóxica. No solo porque no todas quieren serlo, sino porque asumir este rol implica una negación de lo que previamente eras. Para ser madre, para adquirir el goce de la maternidad, dice Lacan y sus amigos, hay que abandonar algo como mujer, padecer la pérdida de algo que te constituía en ese sujeto femenino. Dejar uno y asumir lo otro puede ser mortificante, cruel, por la imposición social que significa. Y sobrellevar (sobreponerse a) esta dualidad puede conducirte, incluso, a la locura… como la madre y su hija enloquecidas que vi la tarde del sábado.
Por supuesto, escribo todo esto desde mi limitada comprensión masculina (imposible de parir); también desde apenas unas pocas lecturas (que me hacen simplificar el argumento). Pero, sobre todo, a partir del video donde Marita Hamman –en el marco de las jornadas sobre maternidad que organizó la NEL de Lima (y de donde robé el título de este texto: ver foto de arriba)– lo explica. No obstante, estas aproximaciones teóricas solo acompañan la escena que vi el sábado por la tarde, antes de permanecer de pie durante ocho horas, cuando me quité los audífonos para contemplar sin amor el sonido cotidiano de quienes viajamos en bus. El decorado conceptual ayuda, pero lo que importa son los sujetos que movilizan esta escena: una mujer, balbuceante y enloquecida, con su hija, sucia y frágil, durmiendo al fondo del bus. Cuando bajé del carro, las vi que seguían allí y sin poder fumarme un cigarrillo (este tipo de cosas siempre me provocan uno), me pregunté si acaso esta no era una metáfora perversa de esta psibilidad: la locura que puede significar ser… madre.
Esto fue robado de aquí. Me gusta por esa barriga, tipo pez ciego, que está por colisionar con la cabeza de ese cuerpo fragmentado. Una metáfora dura e irónica sobre la maternidad. No logré encontrar la autoría de la imagen. |
El psicoanálisis ha profundizado, con algunas certezas, en la problemática relación entre ser mujer y ser madre: posiciones contrapuestas que no van en continuidad, que no se complementan (como suele creerse). Esa idea de que la mujer se realiza siendo madre es una creencia demasiado extendida, demasiado tóxica. No solo porque no todas quieren serlo, sino porque asumir este rol implica una negación de lo que previamente eras. Para ser madre, para adquirir el goce de la maternidad, dice Lacan y sus amigos, hay que abandonar algo como mujer, padecer la pérdida de algo que te constituía en ese sujeto femenino. Dejar uno y asumir lo otro puede ser mortificante, cruel, por la imposición social que significa. Y sobrellevar (sobreponerse a) esta dualidad puede conducirte, incluso, a la locura… como la madre y su hija enloquecidas que vi la tarde del sábado.
Por supuesto, escribo todo esto desde mi limitada comprensión masculina (imposible de parir); también desde apenas unas pocas lecturas (que me hacen simplificar el argumento). Pero, sobre todo, a partir del video donde Marita Hamman –en el marco de las jornadas sobre maternidad que organizó la NEL de Lima (y de donde robé el título de este texto: ver foto de arriba)– lo explica. No obstante, estas aproximaciones teóricas solo acompañan la escena que vi el sábado por la tarde, antes de permanecer de pie durante ocho horas, cuando me quité los audífonos para contemplar sin amor el sonido cotidiano de quienes viajamos en bus. El decorado conceptual ayuda, pero lo que importa son los sujetos que movilizan esta escena: una mujer, balbuceante y enloquecida, con su hija, sucia y frágil, durmiendo al fondo del bus. Cuando bajé del carro, las vi que seguían allí y sin poder fumarme un cigarrillo (este tipo de cosas siempre me provocan uno), me pregunté si acaso esta no era una metáfora perversa de esta psibilidad: la locura que puede significar ser… madre.
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