DÍAS OCHO Y NUEVE: viernes 15 y sábado 16 de febrero
Tres situaciones de la noche. Duran hasta hoy. No resumen todo lo acontecido (¿qué podría realmente hacer eso?), pero la iluminan bien. Son fragmentos. Retazos que delinean el trayecto emocional de un viernes por la noche, de un sábado por la madrugada. Tres formas de la celebración.
Primera situación
El bar Don Lucho ha perdido
algo. Ahora tiene dos televisores enormes por donde pasan canciones estridentes
que potencian mi precaria posibilidad de escuchar. Si ya soy ligeramente sordo con
el sonido cotidiano, aquí, a cada molestoso rato, debo volver a preguntar qué
dijo quien hablaba. ¡Ah?, ¿qué cosa?,
exclamo. Mis amigos primero me ayudan: me vuelven a decir lo que el otro contó.
Incluso, a veces, él o ella se repite: vuelve a usar la misma inflexión con que
cerró la broma, reaplica ese tono peculiar que usó al relatar el chisme. Una
cerveza Cusqueña y tres Pilsen después, ya no me hacen tanto caso. Me ignoran
con un poco de indulgencia. Y los entiendo. Alguien está contando algo sobre el
trabajo y esto acaba de provocar una risotada entre los otros tres, pero Marc
Anthony no me ha dejado escuchar bien el remate. Todos se ríen, mientras yo
sigo preguntando, ya avergonzado, ¿qué
dijo, qué dijo? Pasan unos segundos, me contemplan… ahora se están riendo
de mi sordera.
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La mítica rockola del bar Don Lucho (el nombre exacto de la máquina es 'gramola', un gramófono eléctrico que funciona a monedas). La imagen la tomé de aquí. |
No siempre fue así. Ese bar
me gustaba porque la escasa bulla era casi siempre monopolizada por dos circunstancias:
una rockola, viejísima y de contadas canciones del recuerdo (a dos por
cincuenta centavos, solo las necesarias, escuchadas en un lapso prolongado de
tiempo); y las voces de los propios convidados (risas, chillidos, gritos,
insultos y demás) que resultaban un indicador efectivo del estado etílico –el
carnaval– que allí acontecía. Pero ahora no puedo escuchar lo que mis amigos
dicen. El negocio visiblemente ha crecido –hay un altillo nuevo y dos mozos más–,
aunque Ciro está más viejo y los baños siguen conteniendo el nauseabundo espectáculo
de siempre. Todavía se puede fumar allí, no sé si aún te traerán ceniceros. Pero
nos fuimos pronto, rápido.
Segunda situación
Fernando atiende este lugar
que, poco a poco, se ha convertido en uno de mis espacios favoritos de la
ciudad. Es un bar pequeño y frágil. También inesperado. Sus paredes están adornadas
con objetos disímiles entre sí, pero que, en conjunto, cobran una fuerza simbólica
inusitada. Recito algunos rápidamente, los que más recuerdo: anuncios de
productos antiguos (té Huyro o gaseosas Lulú, por ejemplo), una cruz breve,
botellas al parecer jamás abiertas, una vieja butaca de cine (donde he visto a
G jugar un par de veces), la fotografía de unos niños sobrevolando la Plaza San
Martín (lo que más me gusta), sillones antiguos, un piano que ya no funciona,
afiches de películas, disquets como posavasos, un cartel que dice Estación de la sal y tantos otros adornos
que parecen sacados de Camaná (la calle donde se consiguen cosas viejas en Lima).
El bar está iluminado con delicadeza, siempre pone buena música (a bajo volumen)
y tiene una trastienda discreta; en el baño hay una radio antigua y, para
llegar allí, se camina por un pasadizo donde alguna vez pensé en besarte. Cuando
salía a fumar, antes, cuando fumaba, me solía preguntar cómo cabían tantas
cosas (y personas) en este bar. Posee cierta singularidad. Creo que lo mejor
son sus cartas de bebidas. En la contratapa estas tienen frases sobre el (desa)amor
y otros dilemas: “sé que lo nuestro fue un error, pero también sé que debemos
equivocarnos otra vez” o “nunca has sabido lo que quieres y siempre estás
queriendo saber algo” (ven las fotos). Sus boletas de venta, aunque suene raro, también me
gustan mucho: incluyen poemas y, en la parte que va el nombre del consumidor,
Fernando escribe siempre “chicos” con una caligrafía de sujeto tímido y tierno,
atento pero cordialmente distante (vean las fotos, otra vez). Es un tipo que se hace querer por su
amabilidad y que le otorga un aura especial al comercio del alcohol. Nos fotografió
la primera vez que fuimos, le obsequió un queque –diminuto y lindo– a Z cuando
celebramos allí su cumpleaños. Siempre te hace sentir cómodo, a gusto, como si
estuvieras en la sala de un viejo amigo.
Así que hasta allí nos movimos,
a Olvídate Bar. Él pidió un capitán, ellas macerados, nosotros dos chilcanos.
Hablamos de la primera vez que fuimos a ese lugar, de los padres que nos tocó a
cada uno, las familias y ciertas miserias, de los proyectos futuros, las becas,
los hijos que no tendrán, el doctorado, K hizo un brindis porque gané un
concurso, conversamos sobre nuestras exparejas, A profundizó en sus razones
para haber acabado una larga relación, G recordó un anillo, ella un deseo, yo varios
viajes. En medio de la conversa, Fernando preguntó si alguien fumaba. Le dije
que solía hacerlo pero que estaba en abstinencia. Entonces me obsequió un cigarrillo
Inca. Es de los años setenta, está
intacto, me dijo. Creo que sonrió. Se abalanzaron para que lo encienda allí
mismo, pero yo vi una suerte de señal en el obsequio y no les hice caso. Así que lo guardé en el
bolsillo de mi camisa, dispuesto a no fumarlo nunca.
Tercera situación
Más inmundo que los baños de
Don Lucho es el piso de Vichama. Una mezcla de escupitajos, colillas, chela
derramada, sudor acumulado (y probablemente orín) que el agua no limpia. Cuando
llegamos, un concierto de rock duro, metálico, chirriante estaba terminando.
Ellas fueron por reguetón, Z por trago, yo por cualquier cosa. G ya nos había
abandonado (se fue con la excusa de terminar una tesis que ahora avanza con desesperación,
dice). Creo que al final Z y yo nos divertimos más. Los videos de nosotros dos
bailando así lo prueban. Nunca pasaron las canciones que ellas esperaban. Mientras,
nosotros, jugamos al fálico fulbito de mesa en un destartalado armatoste (las
manijas se salían cada vez que las manipulabas). Me ganó 4 a 3 y lo celebró
como si Cueva no hubiese fallado ese penal (traumas de la historia nacional). Compramos
varias cervezas. Hacia el final de la noche, estábamos más borrachos de lo que
nos hubiese gustado aceptar. Un par de horas después, dormía en el sillón de K.
Hace mucho tiempo que no
vomito. Me gustaba pensar que era una de las pocas cosas que, a diferencia de
muchos, no realizo. Puedo –o podía– beber demasiado y no vomitar. Mantenerme
incólume, sin exhibiciones grotescas. Es una afirmación algo tonta, pero válida,
de la cual me sentía discretamente orgulloso. Pero la madrugada del sábado devolví
tanto de mí que esa racha se quebró con violencia. El punto climático fue a la
mañana siguiente, cuando luego de habérseme ido la vida sobre un sanitario
ajeno, y escapar algo avergonzado de ese lugar, tuve que bajarme apresurado del
bus que me trasladaba a casa, porque –oh, malditas arcadas– mi cuerpo amenazaba
con hacer un espectáculo. No hubo tal cosa, es cierto. Pero sí algo cercano a
la ironía vergonzosa: luego de reponerme un poco, noté que estaba a punto de
vomitar afuera del campus de esa vieja universidad estatal en la que tantas
veces me emborraché. Como quien contiene un dejavú o un acertijo indescifrable
pero insultante, solo atiné a sonreír y recobrar la compostura. No vaya a ser
que alguno de mis estudiantes me encuentre así, ¡já!
***
En fin, esas fueron las tres
situaciones. Un bar que ya no me gusta, otro que sí. Una conversación fluida (y
franca) sobre el futuro, un lugar que aún permanece inmundo. Y una racha
quebrada por muchas náuseas matutinas. El
cigarrillo Inca, regalo de Fernando, sobreviviente de los años setenta,
resistió toda la jornada en el bolsillo de mi camisa blanca. En varios momentos
me olvidé de él y no sé cómo permaneció sin quebrarse… Hasta la tarde del domingo,
en que –vuelto a la vida– empecé a tomar nota de estas ideas (escribir con resaca
es una actitud para valientes) y, al cogerlo para observarlo de cerca (pensé en describir su aspecto), se me rompió. Absurdo y descarado. También irónico e
inesperado. ¿Acaso debo entender esto como una metáfora de mi alejamiento total
de los cigarrillos y el acto de fumar? No lo sé. Pero el quiebre me pareció tan
idóneo, que lo fotografié: ahora es la portada de este espacio digital de
testimonios.
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