lunes, febrero 18, 2019

VIII y IX. Formas de la celebración (o escribir con resaca)


DÍAS OCHO Y NUEVE: viernes 15 y sábado 16 de febrero


Tres situaciones de la noche. Duran hasta hoy. No resumen todo lo acontecido (¿qué podría realmente hacer eso?), pero la iluminan bien. Son fragmentos. Retazos que delinean el trayecto emocional de un viernes por la noche, de un sábado por la madrugada. Tres formas de la celebración.


Primera situación

El bar Don Lucho ha perdido algo. Ahora tiene dos televisores enormes por donde pasan canciones estridentes que potencian mi precaria posibilidad de escuchar. Si ya soy ligeramente sordo con el sonido cotidiano, aquí, a cada molestoso rato, debo volver a preguntar qué dijo quien hablaba. ¡Ah?, ¿qué cosa?, exclamo. Mis amigos primero me ayudan: me vuelven a decir lo que el otro contó. Incluso, a veces, él o ella se repite: vuelve a usar la misma inflexión con que cerró la broma, reaplica ese tono peculiar que usó al relatar el chisme. Una cerveza Cusqueña y tres Pilsen después, ya no me hacen tanto caso. Me ignoran con un poco de indulgencia. Y los entiendo. Alguien está contando algo sobre el trabajo y esto acaba de provocar una risotada entre los otros tres, pero Marc Anthony no me ha dejado escuchar bien el remate. Todos se ríen, mientras yo sigo preguntando, ya avergonzado, ¿qué dijo, qué dijo? Pasan unos segundos, me contemplan… ahora se están riendo de mi sordera.


La mítica rockola del bar Don Lucho (el nombre exacto de la máquina es 'gramola',
un gramófono eléctrico que funciona a monedas). La imagen la tomé de aquí.

No siempre fue así. Ese bar me gustaba porque la escasa bulla era casi siempre monopolizada por dos circunstancias: una rockola, viejísima y de contadas canciones del recuerdo (a dos por cincuenta centavos, solo las necesarias, escuchadas en un lapso prolongado de tiempo); y las voces de los propios convidados (risas, chillidos, gritos, insultos y demás) que resultaban un indicador efectivo del estado etílico –el carnaval– que allí acontecía. Pero ahora no puedo escuchar lo que mis amigos dicen. El negocio visiblemente ha crecido –hay un altillo nuevo y dos mozos más–, aunque Ciro está más viejo y los baños siguen conteniendo el nauseabundo espectáculo de siempre. Todavía se puede fumar allí, no sé si aún te traerán ceniceros. Pero nos fuimos pronto, rápido.


Segunda situación

Fernando atiende este lugar que, poco a poco, se ha convertido en uno de mis espacios favoritos de la ciudad. Es un bar pequeño y frágil. También inesperado. Sus paredes están adornadas con objetos disímiles entre sí, pero que, en conjunto, cobran una fuerza simbólica inusitada. Recito algunos rápidamente, los que más recuerdo: anuncios de productos antiguos (té Huyro o gaseosas Lulú, por ejemplo), una cruz breve, botellas al parecer jamás abiertas, una vieja butaca de cine (donde he visto a G jugar un par de veces), la fotografía de unos niños sobrevolando la Plaza San Martín (lo que más me gusta), sillones antiguos, un piano que ya no funciona, afiches de películas, disquets como posavasos, un cartel que dice Estación de la sal y tantos otros adornos que parecen sacados de Camaná (la calle donde se consiguen cosas viejas en Lima). El bar está iluminado con delicadeza, siempre pone buena música (a bajo volumen) y tiene una trastienda discreta; en el baño hay una radio antigua y, para llegar allí, se camina por un pasadizo donde alguna vez pensé en besarte. Cuando salía a fumar, antes, cuando fumaba, me solía preguntar cómo cabían tantas cosas (y personas) en este bar. Posee cierta singularidad. Creo que lo mejor son sus cartas de bebidas. En la contratapa estas tienen frases sobre el (desa)amor y otros dilemas: “sé que lo nuestro fue un error, pero también sé que debemos equivocarnos otra vez” o “nunca has sabido lo que quieres y siempre estás queriendo saber algo” (ven las fotos). Sus boletas de venta, aunque suene raro, también me gustan mucho: incluyen poemas y, en la parte que va el nombre del consumidor, Fernando escribe siempre “chicos” con una caligrafía de sujeto tímido y tierno, atento pero cordialmente distante (vean las fotos, otra vez). Es un tipo que se hace querer por su amabilidad y que le otorga un aura especial al comercio del alcohol. Nos fotografió la primera vez que fuimos, le obsequió un queque –diminuto y lindo– a Z cuando celebramos allí su cumpleaños. Siempre te hace sentir cómodo, a gusto, como si estuvieras en la sala de un viejo amigo.


Así que hasta allí nos movimos, a Olvídate Bar. Él pidió un capitán, ellas macerados, nosotros dos chilcanos. Hablamos de la primera vez que fuimos a ese lugar, de los padres que nos tocó a cada uno, las familias y ciertas miserias, de los proyectos futuros, las becas, los hijos que no tendrán, el doctorado, K hizo un brindis porque gané un concurso, conversamos sobre nuestras exparejas, A profundizó en sus razones para haber acabado una larga relación, G recordó un anillo, ella un deseo, yo varios viajes. En medio de la conversa, Fernando preguntó si alguien fumaba. Le dije que solía hacerlo pero que estaba en abstinencia. Entonces me obsequió un cigarrillo Inca. Es de los años setenta, está intacto, me dijo. Creo que sonrió. Se abalanzaron para que lo encienda allí mismo, pero yo vi una suerte de señal en el obsequio y no les hice caso. Así que lo guardé en el bolsillo de mi camisa, dispuesto a no fumarlo nunca.


Tercera situación

Más inmundo que los baños de Don Lucho es el piso de Vichama. Una mezcla de escupitajos, colillas, chela derramada, sudor acumulado (y probablemente orín) que el agua no limpia. Cuando llegamos, un concierto de rock duro, metálico, chirriante estaba terminando. Ellas fueron por reguetón, Z por trago, yo por cualquier cosa. G ya nos había abandonado (se fue con la excusa de terminar una tesis que ahora avanza con desesperación, dice). Creo que al final Z y yo nos divertimos más. Los videos de nosotros dos bailando así lo prueban. Nunca pasaron las canciones que ellas esperaban. Mientras, nosotros, jugamos al fálico fulbito de mesa en un destartalado armatoste (las manijas se salían cada vez que las manipulabas). Me ganó 4 a 3 y lo celebró como si Cueva no hubiese fallado ese penal (traumas de la historia nacional). Compramos varias cervezas. Hacia el final de la noche, estábamos más borrachos de lo que nos hubiese gustado aceptar. Un par de horas después, dormía en el sillón de K.

Hace mucho tiempo que no vomito. Me gustaba pensar que era una de las pocas cosas que, a diferencia de muchos, no realizo. Puedo –o podía– beber demasiado y no vomitar. Mantenerme incólume, sin exhibiciones grotescas. Es una afirmación algo tonta, pero válida, de la cual me sentía discretamente orgulloso. Pero la madrugada del sábado devolví tanto de mí que esa racha se quebró con violencia. El punto climático fue a la mañana siguiente, cuando luego de habérseme ido la vida sobre un sanitario ajeno, y escapar algo avergonzado de ese lugar, tuve que bajarme apresurado del bus que me trasladaba a casa, porque –oh, malditas arcadas– mi cuerpo amenazaba con hacer un espectáculo. No hubo tal cosa, es cierto. Pero sí algo cercano a la ironía vergonzosa: luego de reponerme un poco, noté que estaba a punto de vomitar afuera del campus de esa vieja universidad estatal en la que tantas veces me emborraché. Como quien contiene un dejavú o un acertijo indescifrable pero insultante, solo atiné a sonreír y recobrar la compostura. No vaya a ser que alguno de mis estudiantes me encuentre así, ¡já!

***

En fin, esas fueron las tres situaciones. Un bar que ya no me gusta, otro que sí. Una conversación fluida (y franca) sobre el futuro, un lugar que aún permanece inmundo. Y una racha quebrada por muchas náuseas matutinas. El cigarrillo Inca, regalo de Fernando, sobreviviente de los años setenta, resistió toda la jornada en el bolsillo de mi camisa blanca. En varios momentos me olvidé de él y no sé cómo permaneció sin quebrarse… Hasta la tarde del domingo, en que –vuelto a la vida– empecé a tomar nota de estas ideas (escribir con resaca es una actitud para valientes) y, al cogerlo para observarlo de cerca (pensé en describir su aspecto), se me rompió. Absurdo y descarado. También irónico e inesperado. ¿Acaso debo entender esto como una metáfora de mi alejamiento total de los cigarrillos y el acto de fumar? No lo sé. Pero el quiebre me pareció tan idóneo, que lo fotografié: ahora es la portada de este espacio digital de testimonios.

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