Día veintisiete: jueves
09 de marzo
[Esto debió publicarse hace casi tres
meses: demasiado tiempo ya. Cuando estaba mudándome de habitación. De un cuarto
breve a otro (un poco) más amplio. De Glenda a María Isabel. Desde una azotea desolada,
donde podía imaginar que fumaba mirando la noche nublada, hacia un espacio
donde puedo jugar con los alimentos y comer. Varios sucesos en el camino:
proyectos, cursos, lecturas, artículos por terminar. Recién ahora puedo editar
estas líneas y compartirlas aquí. Supongo que es una manera de mantenerme
ocupado y no enloquecer en estos días de encierro. Supongo, también, que es una
forma de retomar ciertos hábitos: seguir escribiendo sobre el despojo, por
ejemplo]
Es principalmente placentero,
creo. No hay horarios específicos, no hay límites más o menos claros. Vivir
solo –con uno mismo– es un arte. Si entendemos ‘arte’ como una posibilidad de
creación, como la instauración de nuevos significados. Vivir solo es
resignificarse. Y eso, que puede parecer un don –citemos a Capote–, también
constituye un látigo. Requiere más de una habilidad. No sé si lo estoy haciendo
bien, pero lo estoy haciendo. Así que anotemos algunas ideas-emociones que
puedan resumir(te) de qué va todo esto. Son pasajes dispersos pero suficientes.
Cinco momentos para remarcar el arte de vivir solo.
I. Queremos tanto a Glenda
Es miércoles al mediodía. Es
algún día de diciembre. Estos son los últimos días que probablemente pase en
este lugar. He decidido irme, aunque no quiera dejarlo. Desperté hace unos
minutos. Anoche, de madrugada, garuó en Lima, en pleno inicio de nuestro
verano. Mientras me quedaba dormido, escuché cómo las gotas caían sobre el
techo de mi habitación. Vivo aquí hace casi nueve meses. Más, menos. Las gotas
cayendo sobre el techo, una a una, humedeciéndolo todo, también mis sueños. Esto
último es una frase cliché, lo sé. No obstante eso, la marca de originalidad –lo
singular– es que sonaba Pink Floid cuando desperté. Y eso es lo importante. Lo fuera
de lugar. Tocaban esa canción onírica y marihuanesca –como muchas, como casi
todas– llamada Breathe (in the Air). Glenda, mi casera, la había puesto
a todo volumen. El sonido atravesaba toda la casa: desde su jardín salvaje, en
el primer piso, hasta la azotea solitaria donde vivo. No me molesta nada –nada–
vivir en un lugar donde se pueda despertar de esta manera.
II. Un recuento rápido de lo que hay
Ahora es una madrugada de
viernes. K se fue hace un rato y yo, por fin, puedo escribir estas líneas que
vengo pensando/deseando. Hoy también garúa. Gotas gruesas y rápidas. Me gusta
la lluvia de verano. Es inesperada y desregula –o agudiza– todo el ambiente: cuando
amanezca, más tarde, la humedad hará que el calor sea insoportable. Y eso me
recordará que yo debo huir de esta habitación. Irme de este lugar se ha retrasado
un poco más. En unas horas iré al mercado y trataré de comprar alimentos para
subsistir estos días: mangos, aceitunas, paltas y jamón. Quiero comer eso. Creo
que se han convertido en mis alimentos favoritos. He dejado las sopas
instantáneas y trato de comer menos pan (aunque me guste mucho). Si tuviera una
refrigeradora conmigo sería mucho más feliz. Si tuviera una cocina, también.
Pero este lugar es pequeño (cómodo, pero pequeño) y apenas entro yo y mis
libros. El primero de enero tuve que trasladar muchos a la casa de mis padres,
como para hacer más espacio aquí. A mi regreso, la habitación lucía un poco más
vacía. Hice un recuento rápido de lo que había: libros y revistas, fotocopias
(muchas fotocopias), adornos pequeños, prendas que aún no me decido a usar,
tarjetas que solo utilicé una vez, bolsas vacías para la basura, zapatos
deslustrados, algunas medias, dos potes intactos de lavavajilla, un retablo,
una cruz, un poemario autografiado, varias hojas donde hice alguna anotación
vana, recuerdos, desechos, nostalgia, agua.
III. El parque del frente
La primera vez que llegué a este
lugar, preguntando por la habitación que alquilaban, Glenda (menuda y gentil, jamás
me ha dicho ‘no’, me gusta mucho un cuadro de su escalera) estaba junto a su
esposo (silencioso y doméstico, me saluda siempre con los ojos, jamás supe ni
sabré su nombre) en la azotea. Trasplantaban un cactus. Mientras me explicaba
las condiciones y me preguntaba mi pasado de inexperimentado inquilino –“entonces este es el mejor lugar para que comiences”–, un sonido extraño
empezó a escucharse a lo lejos. Ella volteó, le hizo un gesto a su esposo,
luego me miró y señaló los árboles del parque que están frente a su casa. Eran
dos aves. Se remecían. Revoloteaban sobre las ramas, jugaban –alardeaban,
quizá– con su posibilidad de volar. Ella me dijo que a esa hora se ponían ahí, que
siempre podría verlas desde aquí. Eso me convenció. El reconocimiento de cierta
sensibilidad que se deja impactar por lo inesperadamente bello. Porque ¿qué
clase de persona, en plena transacción comercial, se detiene a contemplar cómo
cantan las aves? Eso me convenció, insisto. Unos días después me mudé. A veces,
cuando llevo horas encerrado en esta habitación, escribiendo, revisando,
contestando, tratando de convertir mis ideas en palabras legibles, salgo a mirarlas.
Hoy, por ejemplo, en una noche de febrero, ya casi despidiéndome de este
cuarto, las he querido contemplar. Desde la azotea, mientras simulo que fumo,
veo a esas aves. O me las imagino. Allí, imperecederas, me enrostran su capacidad
para volar.
IV. Algunas noches
En varias noches, como ahora, los
extraño. Suelo imaginarlos en el momento de la sobremesa, riéndose. La televisión
coloca el sonido de fondo y ellos conversan. Ella se ha demorado en bajar, como
casi siempre, y cuando por fin se sienta ellos dos ya van por la mitad de la
cena (o del almuerzo). Conversan, se ríen, discuten, siguen conversando. Luego las
actividades cotidianas: alguien lavará los platos, alguien más los secará. Hay
que darles la comida a los perros. Regresará a su habitación. Él estará sentado
sobre la mesa haciendo anotaciones de su trabajo, ella avanzará sus tejidos
prometidos. Querrán encender un cigarrillo. Verán la TV hasta entrar en
somnolencia, luego se irán a dormir. Ella aún permanecerá despierta tratando de
combatir a sus monstruos. Imagino que en algún momento del día me piensan. En
varios momentos del día yo los pienso así. Es, por supuesto, una escena
idealizada. Pero el recuerdo y la nostalgia suelen trabajar de ese modo:
idealizando. Mi hermana me contó que todavía algunos meses después de haberme
mudado, mi papá continuaba nombrándome en las “gracias” que suelen darse luego
de la cena. Me pareció un gesto tierno y doloroso. Por eso trato de regresar
cada fin de semana, para mantenerme al tanto. Nunca es suficiente, claro, pero
es. Algo que valoro de estos días en cuarentena, en el que ya vamos
veinticuatro días juntos, es eso, precisamente, que estamos juntos. Ahora extraño
mi habitación, pero sé que más adelante, cuando la normalidad sobrevenga, volveré
a extrañarlos.
Tuve una amiga que contaba con orgullo
los cuartos donde había vivido. No recuerdo con exactitud si fueron siete o
trece, pero le escribí un poema sobre el destierro, los objetos y los amores
que había perdido en cada habitación. No sé si en el futuro enumere con orgullo
los lugares donde viví, pero sí sé que me gustaría vivir en varios: probar las distintas
posibilidades de habitar un espacio propio que constantemente varía. Pensaba en
ello mientras transportaba todas mis cosas de una cuadra a otra. Me fui de la
casa de Glenda, por fin, un quince de febrero. K me terminó de convencer de que
sea así. Pero no me fui lejos: apenas tres cuadras más allá. Le agradecí el
espacio, el tiempo, la discreción, los olores y los sonidos. También le
pregunté por mi cuadro favorito, aunque no tuve el valor para pedírselo. Antes,
mis viejos me ayudaron con el traslado del librero, la cómoda y el escritorio.
Yo querría haberlo hecho todo solo, pero habría sido agotador, inútil y un poco
estúpido. Felizmente llegaron. K también llegó. En ese momento aún no tenía el
cabello azul ni corto, solo el cuerpo erotizado por el sol. Esa noche, luego de
debatirnos la vida, fuimos a un concierto. A la mañana siguiente, luego de un
almuerzo familiar, volvió conmigo, intacta, y me ayudó a instalarme. En algún
momento se quedó dormida sobre mi cama. En algún otro momento dobló la ropa,
juntó fotocopias, cargó nuestro rompecabezas. La nueva casera se llama María
Isabel (siempre sonríe, es práctica, tiene algunos emojis que usa con regularidad)
y el espacio que me alquila tiene acceso a una cocina común más o menos
equipada que casi nadie usa. La ventana de mi habitación, grande y luminosa, es
lo que más me gusta. Desde aquí puedo contemplar a la gente sin que sepan que yo
los miro: es el sueño de todo voyeur. Así que trato, a partir de esta ventana (y
de todo lo que puede representar), de hacer mío este lugar. El arte de vivir
solo, ya lo decía, es la posibilidad de resignificarse.
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