lunes, febrero 11, 2019

II. Primera carta para Esteban: la escena del cigarrillo virtual

DÍA DOS: sábado nueve de febrero


Creo que antes he pasado poco más de un mes sin fumar.

Como toda decisión que busca mantenerse, los primeros días siempre resultan fundamentales: allí se suele decidir el ritmo que tomará mi continencia.

Tú lo sabes bien, Esteban. Se puede ser un abstinente dramático y quejón, que lamenta su suerte elegíaca de no consumir cigarrillos, o que se retuerce de placer ante la aparición inesperada de algún rastro de humo que no debes fumar: caricaturesco y sobreactuado en tu ejercicio del despojo. También se puede existir como un abstinente reprimido, evitando hablar del tema por pudor, apelando al mutismo cada vez que se te ofrece tabaco, incapaz de responder (y así aceptar) algo como “gracias, pero he decidido no fumar”.

Yo he sido un poco de ambos. En esos lapsos de casi treinta días nos hemos movilizado entre la implosión inexpresiva o el estallido alaraco. El punto común siempre fue lo que sobrevino después del mes sin fumar: corría desesperado a embutirme de cigarrillos.


Fotografías de Chema Madoz, uno de mis fotógrafos favoritos.
Me gusta cómo construye un mundo para ser fotografiado.
Aquí, juega con los cigarrillos y su evocación efímera.
(Las imágenes fueron tomadas de este catálogo)

El primer impulso apareció mientras viajaba en el bus. Era viernes y no había salido mucho sol, estaba sentado, releyendo con pereza Los suicidas del fin del mundo. Bebí agua, revisé cuánta gente había visto mi autorretrato digital del día, acababa de escribir que llegaría con retraso y el deseo se expresó como un hincón –maldito hincón– en la garganta. 'Me caería bien un cigarrillo al bajar', pensé/sentí mecánicamente: ¿fuiste tú quien habló, Esteban?

Iba a encontrarme con mi amiga, la ojona, íbamos a presentar su poemario. Mientras caminaba hacia su departamento, el hincón fue creciendo. Pensé en eso de Vallejo: “Me viene, hay días, una gana ubérrima”. Así, igualito, yo.

Caminé varias cuadras con la idea de que si me fumaba algunos cigarrillos ahora, mañana sí podría comenzar de verdad. Total –me persuadí–, cuando anoche fumé el último cigarro no estaba muy consciente de que sería el último, así que no lo he disfrutado bien. Pasé por una bodega en la que casi entro para comprar, pero recordé esa frase sobre el fiado: hoy no, mañana sí. Así, igualito, yo.

En el departamento había más gente. En algún momento, luego de abrazarnos, reírnos, hablar de San Marcos, de maestrías, alguien preguntó si se podía fumar allí, si tenían cigarrillos. No, no se puede. No, nadie. Creo que me sentí un poco aliviado con esas respuestas. Luego salimos.

K nos daría el encuentro en la librería. Mi amiga estaba nerviosa, creo que su novio también. El otro presentador sugirió comprar un par de cigarros por ahí. No supe explicar con solvencia por qué en Miraflores estaba prohibido venderlos por unidad, solo en cajetillas. ¿Ordenanza municipal, una manera de evitar la venta ambulatoria, de luchar contra el tabaquismo? Mientras caminábamos –eran las siete de la noche de un verano limeño– miré con envidia a tanta gente que los llevaba encendido entre sus dedos. También envidié sus rostros de aparente inocencia y tranquilidad. Tal cual lo sustenta el traidor en los primeros segundos de esta icónica escena de Matrix: “ignorance is bliss”.

La presentación estuvo linda. Pero todo esto ya lo sabes, Esteban. Leímos un texto, quizá demasiado protocolar, quizá un poco íntimo hacia el final. Antes de comenzar, K llegó. Sus hombros preciosos, sus piernas suaves, una mirada discreta, la sonrisa amable. No pude evitar ver sus ojos mientras hablé sobre las posibilidades y misterios del amor. Después, con la ojona y sus amigos, nos largamos a comer salchipapas y a beber vinos.


Un viejo fumador.
Una fotografía que siempre me gustó,
(porque más de una vez me imaginé de esta manera).
Creo que la autoría de esta foto es de Yaman Ybrahim. La tomé de aquí.

Una gran elipsis –para que no te aburras, para mantener el ritmo– es necesaria aquí. Obviemos la parte en que se demoran atendiéndonos, cuando caminamos hasta Surquillo, la conversación sobre viajes, la historia de Los Chinos y El Rasta (asaltantes prematuros pero recordados con cariño). Llevemos esta cuota diaria de autoficción hasta esa banca en la avenida Pardo, allí donde K y tú están sentados.

Probablemente vienes acumulando todas estas palabras para contar esta escena. Si tuviera que confesar algo ahora, de entre tantas cosas, diría que a veces pienso que cada jornada tiene un momento: una escena que resume y significa lo mejor del día. Para mí, entérate Esteban, entérate, lo mejor del viernes fue estar sentado allí, conversando con K, con la noche fresca y las personas caminando a nuestro alrededor, mientras imaginaba que inhalaba/exhalaba un cigarrillo. 

Ese es un ejercicio que le he copiado a Bolaño: aquí le cuenta a Mónica Maristain que, cuando nació su primer hijo, y ante la prohibición de hacerlo en el hospital, se fumó un cigarrillo virtual. Así que yo hago lo mismo: coloco mis dedos como si contuvieran un pitillo y los muevo hacia mis labios, inhalo aire, exhalo más aire. No es lo mismo, obviamente, pero es un recurso que alivia en parte la ansiedad. Como el deportista retirado que se vuelve director técnico. Como el alcohólico en recuperación que bebe tragos vírgenes. Como la familia que adquiere una nueva mascota inmediatamente después de la anterior muerta. Efectos placebos. Así estuve yo, fumándome un cigarrillo virtual, mientras conversaba con K sobre la vida.

Hablamos de horarios para el semestre, nos reímos de los tíos que bailaban en un restaurante cercano, le comenté mis ganas desmedidas de fumar y me miró con indulgencia; hablamos de varias cosas, por ejemplo, de los resultados que aún no llegan (en verdad me escuchó quejarme sobre estos: perdón por el drama); acaricié sus piernas cada vez menos marcadas, olí su cabello siempre arreglado; me gusta cómo huele, me gusta cómo habla, me gusta cómo me atraviesan sus palabras. Todo esto, querido y despreciable Esteban, mientras acercaba mis dedos y fumaba de manera ficticia. Es algo que antes ya he hecho. Mi cigarrillo virtual, un autoengaño comprensivo para sobrellevar las ganas, el deseo, de fumar. Cuando la noche acabó y ya estaba solo en casa, desnudo, sobre mi cama, continué con el juego, con la ficción. Aún ahora –cuando escribo estas palabras– no lo abandono.