DÍA ONCE: lunes, 18 de febrero
«La máquina la hace el hombre y es lo que el hombre hace con ella», canta Drexler. ¿Qué es lo que hacemos nosotros con esta máquina llamada bicicleta?, ¿a qué emociones la vinculamos?, ¿cuáles son las posibilidades –tangibles o imaginadas– que proporciona este artefacto cultural?, ¿qué nos recuerda, por dónde nos extravía? Recurrir a la memoria –la inventora– es una opción siempre válida. A mí, tres situaciones/emociones se me revelan cada vez que evoco velopatía, ese amor desesperado por la bicicleta.
Al velódromo (1912), del cubista fancés Jean Metzinger |
I
Estamos sentados en el paradero. Yo enciendo un cigarrillo y ella sostiene su bicicleta. No nos vemos hace tiempo, aunque el esporádico contacto no quiebra nada. Está sudorosa, ha pedaleado desde casa hasta aquí, al otro lado de la ciudad. No importa por qué nos hemos juntado, tampoco el que ahora solo nos veamos unos minutos. Ella habla, yo inhalo y escucho. Las otras noches hubo un chico, un muchacho tonto que salía con su amiga y le gustaba. Un tipo cara-tierna que le hizo el amor dos veces –agradables y repetibles–, pero que la confunde. Él no es tan claro como ella quisiera. Lo odiamos. Pero también hay, está habiendo, una chica. Es más clara, pero esa claridad provoca miedo. Han bebido, a veces se han besado. A ella le gusta mucho cómo esta se despista y pierde con facilidad, cómo se hace necesitar, desear. Entonces creo que estoy indecisa, debería haberme dicho. Pero no recuerdo eso, porque probablemente no lo estaba. Lo que yo recuerdo es la manera en que sus puños sostienen el timón: firme y aferrada, como si de ese sostener (y mantener así el artefacto intacto) dependiera todo su futuro. Me habla, me sigue hablando, y yo contemplo sus manos sujetas al vehículo: imperturbables para lo que vendrá.
Estamos sentados en el paradero. Yo enciendo un cigarrillo y ella sostiene su bicicleta. No nos vemos hace tiempo, aunque el esporádico contacto no quiebra nada. Está sudorosa, ha pedaleado desde casa hasta aquí, al otro lado de la ciudad. No importa por qué nos hemos juntado, tampoco el que ahora solo nos veamos unos minutos. Ella habla, yo inhalo y escucho. Las otras noches hubo un chico, un muchacho tonto que salía con su amiga y le gustaba. Un tipo cara-tierna que le hizo el amor dos veces –agradables y repetibles–, pero que la confunde. Él no es tan claro como ella quisiera. Lo odiamos. Pero también hay, está habiendo, una chica. Es más clara, pero esa claridad provoca miedo. Han bebido, a veces se han besado. A ella le gusta mucho cómo esta se despista y pierde con facilidad, cómo se hace necesitar, desear. Entonces creo que estoy indecisa, debería haberme dicho. Pero no recuerdo eso, porque probablemente no lo estaba. Lo que yo recuerdo es la manera en que sus puños sostienen el timón: firme y aferrada, como si de ese sostener (y mantener así el artefacto intacto) dependiera todo su futuro. Me habla, me sigue hablando, y yo contemplo sus manos sujetas al vehículo: imperturbables para lo que vendrá.
II
Mi padre discute el precio, yo contemplo el espectáculo: centenares de bicicletas alineadas confusamente. Podría ser Grau, debe ser de mañana, en algún día de mis ocho o nueve años. Me compró una linda imitación de Goliat. Tubos de color rojos y negros, llantas aro 24, pedales limpios, cadena nueva y engrasada, sin rueditas cobardes y con un timón envuelto en plástico de burbujas para reventar. Lo llevamos a casa en transporte público, dentro de esos buses viejos y antiguos que a esa hora y en esa época andaban despoblados. Creo que pagamos el pasaje de la bicicleta. Creo también que esa misma tarde me lleva a un descampado donde me enseña a manejarla. Mantener el equilibrio –con este objeto de dos ruedas, con ese otro objeto llamado vida– no es sencillo. Me voy a caer antes de lograr manejar/vivir bien. Años después, voy a destrozar el regalo. He subido a una de las pistas más empinadas de este lugar (ventajas de vivir en los cerros: el goce del vértigo y la adrenalina es más próximo). Llevo a alguien conmigo. Bajamos a velocidad, suicidas y hermosos. Algo nos golpea (¿una moto, una piedra, el espejo retrovisor de un auto, la mano inasible de Dios?) y caemos. Violencia y destrucción. Mi cara se deforma, mi bicicleta también. Me quedan un par de marcas para testimoniarlo.
III
Compró un promoción para alquilar bicicletas por algunas horas. Se está acabando lo suyo, pero aún no lo saben. Ese día se toman una foto que obtiene muchos likes. Al principio manejan con temor, él detrás de ella. Hay sol y demasiada gente, su lindo polo verde hace juego con esa cajetilla de mentolados que lleva en el bolsillo y que permanecerá intacta. Recorren el malecón, la tarde se acaba con ellos montados y fallidamente felices. De pronto, el vehículo de uno se estropea. Debe haber una metáfora críptica en esta imagen que no logro comprender: la cadena ha salido de su eje y lo ha desconfigurado todo. Sus ánimos, sus promesas de futuro, esa salida en bicicletas. Hay discusión, es un preámbulo para otras. Hay silencio, desacuerdo, ruptura. Varios meses después, cuando estén devolviéndose cosas y desterrando escenas compartidas, recordarán esta salida como una de sus últimas felicidades. Amar es dar lo que no tienes a quien no es, dijo Lacan. Quizá sea mejor así.
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