DÍA CINCO: martes 12 de febrero
¿Qué situaciones convoca la espera?
Estoy sentado en una banca, esperando el bus que me regresará a casa. Son dos personas con cigarrillos a mi alrededor. Los observo. Que sirvan de ejemplo esta noche para decir algo.
Un oficinista algo envejecido: camisa mangacorta, de un celeste que solía gustarme, a cuadros pequeños, ya desarreglada —¿habrá sido una dura jornada?— y casi salida del pantalón. Es bajo, lleva bigotes no tan gruesos, en su delgadez destaca un poco de panza, otro poco de nalgas. Fuma con calma, como saboreando. Está visiblemente agotado. No de hoy, no de esta semana: sus ojeras, que contrastan en brillo con su amplia frente de cabellos caídos, delatan un pasado de largo cansancio. Sus zapatos aún permanecen lustrosos, aunque el pantalón ya no conserva con efectividad esa raya que la plancha demarcó sobre la tela esta mañana. Mira su reloj, agita el cigarro para botar la ceniza, es un Hamilton, la colilla roza su anillo, se rasca el cuello sudoroso, arrugado. Lleva lunares en las manos y un carné del trabajo (de un Ministerio ineficaz) se deja ver en uno de sus bolsillos. Me genera confianza la expresión de seguridad que exhibe su rostro: seguramente es uno de los empleados más antiguos del lugar, a quien en algún momento todos le preguntan algo. Levanta la mano, detiene un taxi, acuerda, está por subir. No camina hacia el tacho de basura, tira el fin del cigarro al suelo, sin miramientos, sin culpas, sin notar mi rostro de asombro y desprecio: debe estar acostumbrado a que lo miren con respeto.
Una joven apurada. Mira con insistencia su celular. Fuma con violencia. Su cabello —largo, laceo, lindo y con una raya en el extremo derecho— permanece sujetado por una cinta elástica, gruesa y azul, que lo mantiene alineado, intacto. Es advertiblemente guapa. No describiré su cuerpo, esa es una costumbre que deberíamos evitarnos. Solo diré que me gustó cómo al caminar su cabello se deslizaba por debajo sus hombros, rozando su espalda. Me gustó también cómo se aglutinan en sus tobillos los pliegues del jean —celeste, elástico y ceñido. Sus zapatillas blancas, impolutas y frescas, combinan bien con su polo. No hay correas, no hay bolsillos, pero lleva consigo una cartera azul. "La ropa de la mujer, mientras más incómoda, más femenina", me dijo no-recuerdo-quién alguna vez. La violencia de su fumar radica en la precipitación con que lleva el cigarrillo a sus labios: pitadas rápidas y fuertes, la colilla marcada por su labial, instalada en su boca mientras teclea con ambas manos su existencia digital. Es un Lucky. No logro verle los aretes, tampoco el collar o a los brazaletes que le cuelgan del cuerpo: extensiones de metal, estética de hojalata. ¿Cuántas cosas más pasan desapercibidas para la aproximación masculina? Por ejemplo, su expresión ¿está molesta, temerosa, dudando? No lo sabré, pero se está acabando su cigarrillo. Tampoco distinguiré qué tatuaje lleva en la muñeca. Porque llega alguien. Un tipo. Tan guapo como ella. Un beso como saludo. Le convida una pitada, se cogen las manos, empiezan a caminar. No veré el último humo.
Algún lector perspicaz podrá entrever metáforas de juventud y senectud aquí: jóvenes apurados, viejos calmados; lozanía saliendo de diversión nocturna, decrepitud guardándose en el hogar; unos sujetos en desplazamiento público, otro en traslación privada. Podría ser. No hay nada fuera del texto, profetizó Jacques Derrida. Y yo le creo. Así que alguien vea lo que quiere ver. Para mí, agotado y ansioso, estos solo fueron dos sujetos que fumaban mientras yo —que esperaba el bus, pero también una respuesta que me definiera el futuro laboral— los contemplaba con un sentimiento cercano a la envidia.
Una joven apurada. Mira con insistencia su celular. Fuma con violencia. Su cabello —largo, laceo, lindo y con una raya en el extremo derecho— permanece sujetado por una cinta elástica, gruesa y azul, que lo mantiene alineado, intacto. Es advertiblemente guapa. No describiré su cuerpo, esa es una costumbre que deberíamos evitarnos. Solo diré que me gustó cómo al caminar su cabello se deslizaba por debajo sus hombros, rozando su espalda. Me gustó también cómo se aglutinan en sus tobillos los pliegues del jean —celeste, elástico y ceñido. Sus zapatillas blancas, impolutas y frescas, combinan bien con su polo. No hay correas, no hay bolsillos, pero lleva consigo una cartera azul. "La ropa de la mujer, mientras más incómoda, más femenina", me dijo no-recuerdo-quién alguna vez. La violencia de su fumar radica en la precipitación con que lleva el cigarrillo a sus labios: pitadas rápidas y fuertes, la colilla marcada por su labial, instalada en su boca mientras teclea con ambas manos su existencia digital. Es un Lucky. No logro verle los aretes, tampoco el collar o a los brazaletes que le cuelgan del cuerpo: extensiones de metal, estética de hojalata. ¿Cuántas cosas más pasan desapercibidas para la aproximación masculina? Por ejemplo, su expresión ¿está molesta, temerosa, dudando? No lo sabré, pero se está acabando su cigarrillo. Tampoco distinguiré qué tatuaje lleva en la muñeca. Porque llega alguien. Un tipo. Tan guapo como ella. Un beso como saludo. Le convida una pitada, se cogen las manos, empiezan a caminar. No veré el último humo.
Otra fotografía (poesía visual) de Chema Madoz. Tres cubos de hielo derritiéndose, como los tres sujetos que en este escrito esperan. |
Algún lector perspicaz podrá entrever metáforas de juventud y senectud aquí: jóvenes apurados, viejos calmados; lozanía saliendo de diversión nocturna, decrepitud guardándose en el hogar; unos sujetos en desplazamiento público, otro en traslación privada. Podría ser. No hay nada fuera del texto, profetizó Jacques Derrida. Y yo le creo. Así que alguien vea lo que quiere ver. Para mí, agotado y ansioso, estos solo fueron dos sujetos que fumaban mientras yo —que esperaba el bus, pero también una respuesta que me definiera el futuro laboral— los contemplaba con un sentimiento cercano a la envidia.