miércoles, febrero 13, 2019

IV. Comunicarse con el fuego


DÍA CUATRO: lunes 11 de febrero


El primer cigarrillo del día –que te fumas cuando caminas desde el paradero hasta la Facultad, o que probablemente encendiste luego del desayuno. El cigarrillo entre horas, cuando estás empezando a dormirte con las lecturas o las correcciones: te recompone, te regresa de los espacios y tiempos lentos, es un escape frente a la amenaza del abandono. El que te fumas después del almuerzo, que resulta digestivo y marcador de horarios. Los de la ansiedad –los que más extraño por estos días–, suceden uno tras otro, descontrolados, a medio terminar. El cigarro cliché post coito: confieso que no los fumo tanto en ese momento, pero los ha habido (eventualmente son necesarios). Los cigarrillos que hace años fumé bajo el sol “porque no hay más placer que fumar en calor”. Era un poco estúpido en esa época. Bueno, quizá aún hoy. El momento exacto en que, fumando, Lumière me recordó que hace mucho tiempo, estando muy jodido de la garganta, casi afónico, me prendí uno, allí, en el desaparecido bosque de Letras. La idea del yo inhalando, depositando el humo en tu boca, tú exhalándolo. Los cigarrillos que desarmas para reconstruir otras posibilidades. Los que se rompen, los humedecidos. Esos que te quemaron una camisa, que agujerearon una sección visible de tus medias. Alguien exige que queme sus pezones con mi cigarrillo encendido: una fantasía de película. El último pitillo de la noche, para cerrar la jornada o la fiesta, una forma de coronar los gritos desesperados de diversión. Cigarros que costaban demasiados baratos, esos de canela que no volviste a encontrar. Los que fuman y siguen fumando mis padres: los vicios se heredan. Un pitillo colectivo con Lorena: formas de la hermandad. Caminar fumando cuando estabas absolutamente quebrado, ¿alguien vio los rezagos de mi amor con olor a tabaco? Fumar en Santiago, en Huamanga, en Bogotá o Chacha, contigo. Querer emular a esos sujetos de los años cincuenta que, sombrero y saco de por medio, almorzaban fumando. Es una mala idea. Los cigarrillos de reserva –sabes aún dónde están–, los ocultaste detrás de una vieja novela de Flaubert, entre una piedra cuzqueña y unos preservativos que jamás usarás. En noches de incertidumbres, como esta, quiero correr a buscarlos. El primer cigarrillo que fumaste, en el techo de tu casa, asustado, pensando que alguien te delataría: no te gustó, corriste a lavarte los dientes. El primero que volviste a fumar años después, en una sobremesa de política universitaria. Un único cigarro para una noche larga, una de las últimas cosas en que nos recuerdo. Cigarrillos sabor a sandía, otros con un horrible sabor a limón. A veces me gustaría que dejaran fumar dentro de las aulas (nuevamente, como en los años cincuenta). Las colillas que se quedan guardadas en los bolsillos posteriores del jean. El papel alumino que los envuelve y con el que, de niño, tú jugabas. El humo frente a la página –digital– en blanco. Las imágenes traumáticas que aparecen en las cajetillas (que una amiga coleccionaba). Una metáfora vulgar: el amor es efímero como el tabaco. Te gustan más los de menta. Eventualmente los rojos. Por sobre todas las cosas Pall Mall, baratos y fuertes. O Marlboro: la fábula rebeyriana lo justifica bien. Los guitarristas que admiraste, con el pitillo en los labios mientras sacan rock de sus cuerdas. Charly y Nito fumando en el último concierto. Una foto de Jannis y un ceniro repleto. Esas entrevistas a Sabato donde los reporteros le alcanzan el encendedor. Los muchachos que, como eras tú, se sientan en la puerta de la Facultad a fumar y conversar, y reir, haciendo nada, teniéndolo casi todo por descubrir. Todos los cigarrillos que en estos cuatro días no has podido fumar, Oswaldo.

– Entonces, ¿para qué fumábamos?

– Para comunicarnos con el fuego.


Solo eso. Que todo lo demás, por hoy, lo explique Julio Ramón:

«No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.»
Julio Ramón Ribeyro, Solo para fumadores
Tomado de: La palabra del mudo. Cuentos completos
Fidelio Editores. Montevideo, Uruguay, 2008. Págs. 527-528