jueves, febrero 28, 2019

XIX. Constantine o la inesperada virtud de la redención


DÍA DIECINUEVE: martes 26 de febrero



Nuestras elecciones revelan el tipo de persona que somos. Eso es algo que ya sabemos. Mínimas o trascendentes, cotidianas o excepcionales, cada decisión acusa algo de nosotros. El color que vestimos, los cuerpos que amamos, las fantasías a las que recurrimos para gozar, ese derrotero inalcanzable, ese modo de sufrir. Las músicas favoritas, libros y lugares a los que siempre regresamos: confiesa qué eliges y descubre quién eres. 

La realidad digital ha radicalizado esta posibilidad. Si alguien revisara nuestra lista de likes, favs, subscripciones, búsquedas y seguimientos sabría con certeza quiénes somos. Esto debería aterrorizarnos (al menos un poco), pero, en cambio, nos gusta. Creo que somos unos sujetos morbosos: sé que disfrutas secretamente cuando sabes que alguien te está mirando.

Pensaba en esto el otro día, sudoroso y abandonado en la cama, cuando buscaba una película. Lo que elijas dirá algo sobre ti, era el mantra que me repetía mientras exploraba las posibilidades de Netflix. Quería ver algo ligero, para reír y estar. Terminé eligiendo Constantine (2005), la película sobre exorcismos y demonios, basada en el cómic Hellblazer, dirigida por Francis Lawrence, con Keanu Reeves y Rachel Weisz jovencísimos.

Ya le he visto antes, pero esta vez me gustó mucho. No es una obra maestra, por supuesto, pero propone algunas ideas que la colocan por encima del promedio. Así que quiero comentar aquí –en este habitáculo temporal de abstinencia– un par de cosas sobre esta película. Puede ser un buen ejercicio para confesar por qué la elegí, qué me gusta en ella, quién soy. Porque al igual que con las elecciones, la manera cómo te aproximas explicita qué o quién eres.

Constantine es una película sobre la redención. El personaje de Reeves es un sujeto que halla demonios y los exorciza porque quiere el perdón de Dios: hace años (casi) se mató y, como bien sabemos, los suicidas no van al cielo. Injusticias (e incongruencias) divinas. Sin embargo, el perdón no llega. El propio arcángel Gabriel le asegura que sus conjuros contra esos esbirros no le aseguran nada, puesto que él ya está condenado. Así que desahuciado por un cáncer de pulmón –fuma con desesperación–, a Constantine solo le queda morir y que el propio Lucifer venga por él. La historia se desarrolla en este lapso de su agonía (que no tiene nada de lastimera), cuando él acaba de enterarse que esta vez sí se morirá y de conocer a una policía que investiga el suicidio de su hermana.

No voy a detenerme a contar todo el relato (porque ya lo sabes o porque deberías buscar y ver el filme). Tampoco quiero profundizar en aquellas cosas que no me gustaron: esas escenas de acción forzadas (John Constantine emulando a Rambo en su intento por ser matademonios), las resoluciones argumentativas (por ejemplo, una fácil: si Dios rige todo el universo y solo acepta católicos en su reino, ¿qué pasa con los creyentes de otras religiones?), lo maniqueo que por momentos resulta el guion (o sufres en el infierno pecador o vives feliz en el paraíso: ¡qué insultante y obvio, por favor!), el que sea un latino pobre, sucio y malvestido quien inicialmente funge del cuerpo antagónico (estereotipos everywhere). Lo que quiero es comentar dos ideas que me gustaron en esta película (como para que se animen a verla una de estas tardes de verano, sudorosos y abandonados).
Una escena icónica: Lucifer encendiéndole el último cigarrillo a Constantine.

Obviamente, el asunto con los cigarrillos es algo a lo que presté mucha atención. Este rasgo se articula bastante bien con la caracterización del personaje central. Constantine fuma desesperado, sabiendo que va a morirse, resignado a esa elección. Es solitario y apático, permanece asustado, acechante, está trastornado: es una propuesta de antihéroe. Salva personas poseídas, pero no por un bien altruista, sino por conveniencia propia. Quiere que Dios le perdone el haberse tajado las venas. Este cinismo no es exclusivo de él, sino que impregna toda la película. La andrógina enviada de Dios, el arcángel Gabriel, desprecia a los humanos (sus líneas sobre cómo solo el horror genera nobleza son de una psicosis singular). Angela, la policía, ha negado durante mucho tiempo su habilidad para presenciar espíritus –a costa de la locura de su hermana suicida. Lucifer, a quien la película muestra con un precioso traje blanco, pero con las bastas del pantalón embarradas (¡qué buen símbolo!) es uno de los personajes más carismáticos: ¿cómo se explica que Satanás termine cayéndote bien? El propio relato se desencanta por mostrar un no-amor: cada vez que parece concebirse una oportunidad para que los personajes de Reeves y Weisz concreten el afecto, esto no pasa (porque él no lo nota, porque ella se va). Constantine es, por tanto, un relato cínico. Y esta característica se resume bien en la elección de él por fumar: sabe que se va a morir, que tiene los pulmones dañados, pero insiste compulsivamente en la inhalación del humo. Esa situación es algo que me asusta, pero creo que también me gusta.

La contraparte de esto es la posibilidad del despojo como redención. Porque en los segundos finales antes de su muerte, Constantine, que le ha hecho un favor a Lucifer, le pide la retribución de este: salvar a la hermana de Angela, pasarla del infierno de los suicidas y atormentados al incognoscible cielo de paz. Y así lo hace. Entonces Dios lo perdona. Sé que podría criticarse esta resolución por simplona. Pero antes de que la película amenace con pervertirse y emular el edulcorado final de Gosth (con Patrick Swayze entre las nubes luminosas de Dios), Satanás hace una jugada potente: le cura los pulmones a Constantine y, así, este ya no puede morir. Entonces no se va al cielo, pero tampoco al infierno, sino que se queda en la tierra, con los pulmones sanos: una opción para redimirse. Todo lo que vendrá después es parte de la cura. En las escenas finales nuestro cazademonios ya no fuma, consume chicles de nicotina y deja su encendedor como ofrenda en la tumba de su amigo muerto.

Supongo que es un final aceptable. Aunque yo tengo sentimientos encontrados frente a esto. Creo que me resulta un poco decepcionante: algo en mí hubiese disfrutado viéndolo reincidir en el tabaco. No obstante, otra parte acepta esto y piensa en cómo este sujeto puede volver a probarse: ¿cuántas veces no hemos queridos todos –absolutamente todos– tener una segunda oportunidad? Porque quizá de eso se trate redimirse: no de alcanzar un perdón libertario y gratuito, una gracia que nos rescate con borrón y cuenta nueva, sino de poseer una nueva oportunidad para elegir y así demostrar qué o quién somos: una nueva posibilidad –legítima y necesaria– pero sin garantías.

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