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jueves, febrero 21, 2019

XII. Escribir agota


DÍA DOCE: martes 19 de febrero



Escribir agota. Es un ejercicio mental y físico que requiere esfuerzo, dedicación, sobreexigencia. Al menos así funciona para mí. Por eso detesto a quienes señalan que escribir es un placer sin más. Hace tiempo, un poeta medianamente potente dijo que él se sentaba y disfrutaba escribiendo. Desprecié su intervención. ¿Qué de placentero puede tener unir palabras, una tras otra, con desesperación, con angustia, intentando construir las formas precisas que mejor revelen eso que quieres decir?

Escribir no es placentero, provoca tensión, te pone ansioso, estresa. Cuando escribo, me cuesta. Inicio anotando palabras sueltas, suburbios de alguna idea, frases que inicien párrafos, que conecten experiencias, que anclen al lector. Luego voy depurando: meto comas, cursivas, interrogaciones, dos puntos, ¿dónde están los dos puntos?, me gustan demasiado. Voy encontrándole un ritmo, una tonada precisa, una coloración especial que materilice el sentimiento en ese montón de palabras que arrimo, tarjo, edifico. 

Pero mi edificio de palabras siempre amenaza con caerse: no sé cómo generar el cierre, a veces falta fuerza en la capacidad de conmover; no hay una verdad que genere empatía, identidad; no logro cierta singularidad; las descripciones resultan flojas, los diálogos aburridos… tantas debilidades, tanta fragilidad. Escribir agota. Súmese a eso mi dispersión: anoto líneas y luego divago en la red, apago el wifi y me distraigo con las propiedades de algún archivo, escribo a mano y empiezo a dibujar malas abstracciones en mi libreta.

Así que esta es mi cuota de escritura diaria en este –poco más que anónimo– espacio virtual: el reconocimiento de que este goce es una tarea fatigosa y aplastante, doblega el bienestar. Te hace sudar, comerte las uñas, dolerte el culo; se te engrasa el cabello, el aliento se te descompone, la panza aumenta; la circulación se daña, el sueño se interrumpe, debes consumir cigarrillos. Maldito goce malsano: porque creo que solo puede entenderse así. Si esto me genera tanta incomodidad, ¿por qué regreso siempre aquí, de manera compulsiva, reincidente, dañina? Todo quiero ponerlo en palabras, todo lo ando pensando en breves relatos, siempre ando escribiendo. Insisto: maldito goce malsano.


El poeta pobre (1839), de Carl Spitzweg.
Prototipo del sujeto abandonado, solo, sucio y desordenado, pero escribiendo.

Hoy desperté alrededor del mediodía luego de haber terminado un texto para una revista, me bañé y continué escribiendo ese paper que ya debería estar acabado. En el trayecto de la jornada, escribí chats, correos de respuesta, acuerdos para una próxima reunión, excusas, un par de saludos de cumpleaños, las ideas de un proyecto futuro, nombres para poemas que aún no escribo, una dedicatoria posible. Ahora, por la noche, luego de una jornada encerrado y escribiendo, anoto estas líneas pesimistas, resignadas, declaratorias: escribir me agota, hace daño, perturba… y sin embargo, estoy aquí, escribiendo.

Bolaño lo supo bien:


Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.


Sus palabras funcionan como un mantra en esos interminables y tormentosos momentos de escritura, como el de ahora.

martes, febrero 12, 2019

III. Aburrido, sudoroso, aletargado… la vida es eso que pasa mientras miras YouTube


DÍA TRES: domingo 10 de febrero


Hoy no hay mucho que contar, porque en días como hoy, cuando no es temporada de exigente y malpagado trabajo, hago muy poco. Despierto bastante tarde, me quedo en cama revisando las vitrinas sociales. Quizá me levanto al baño, a resolver algo sencillo y práctico. Luego vuelvo a echarme. Adormecido, incompresiblemente agotado, permanezco un largo rato en ese estado de somnolencia. Luego, varios días después, cuando la entrega de los pocos pero necesarios pendientes esté al límite, y me desespere, me reprocharé haber perdido el tiempo de esta manera. Lo sé, es un gesto compulsivo. Pero, ahora, en este domingo de verano, segundo de carnavales, permanezco así: aburrido, sudoroso, aletargado.

Antes, en este tipo de temporalidades grises, leía mucho más. ¿Existe algo así como el agotamiento lector? Creo que a veces podría asumir esa interrogante. No me malinterpreten, no intento decir que he leído tantos libros que he terminado hastiado de ellos. Eso sería tonto y vanidoso –y aunque soy ambos, no va por allí la afirmación. Sino a que, últimamente, mi atención es capturada con rapidez y efectividad por lo digital. Las horas se me pasan viendo películas o series, videos de YouTube, Instagram-WhatsApp-Facebook Stories… y ya no en esos libros que tengo acumulados, pendientes. Supongo que me da un poco de vergüenza admitir esto. Pero así es, así ha venido siendo.

Por supuesto, no intento decir que he dejado de leer: siempre quedan las bibliotecas, los buses, los baños (¿cuántos libros he comenzado o terminado allí, carajo!), los hoteles (mientras ella duerme), las esperas en cualquier otro lugar. No me malinterpreten una vez más, por favor. Sigo leyendo, pero con menos recurrencia –y acaso pasión– con que lo hacía hace algunos años. Quizá no he buscado bien, pero el último libro que me sorprendió mucho fue Seda, de Baricco (sí, llegué tarde). Y lo leí hace ocho meses ya. Antes, habría estado atento al consumo de artefactos literarios que me explosionaran el gusto. Ahora, más bien, eso me sucede con lo digital. Supongo que se trata de una fase; en todo caso, algo en mí quisiera que se acabe pronto. Pero el otro algo no.


Un par de portadas de Seda.
El libro que más me gustó el año 
pasado
 y que, por estos días, intento convencer 
a mi hermana de que lo lea.

Esto no es una queja, por si acaso. Gozo estar viendo –con un ánimo coercitivo– las series en Netflix o YouTube del mismo modo con que leí –con desesperación– algunos cuentos de Borges o Cortázar, los poemas de Parra y Eielson, las novelas de Bolaño o del primer Vargas Llosa. Pero ahora ya no siento eso por los textos, sino por el tipo de audiovisual que podríamos calificar de ligth. Y, ante ello, es inevitable no sentir que la cultura letrada, oficial y hegemónicamente racional (y seria, y excluyente pero convincente) me pesa como una culpa sobre el “deber ser”. La pérdida de cierta exigencia en el objeto de consumo me hace muchas veces cuestionarme la viabilidad e importancia de lo que hago: “deberías estar haciendo otra cosa, webón”, me dice algo en mí. Entonces, si ya me lo he repetido varias veces, quizá me pare, me cambie el atuendo, coja un libro (uno serio, me insisto) y abandone por un rato mi adicción a lo digital.

Pero siempre regreso: el síntoma es cíclico, repetitivo. Eso es algo que sabemos y sentimos todos. No te atrevas a negarlo. Así que gocemos el síntoma y asumamos nuestra condición de sujetos que (no) ven la vida pasar mientras (o porque) contemplan YouTube. Mi aporte a esta contemplación es el videoblog Sin fumar: una serie de 12 capítulos en los que el creador de Te lo resumo así nomás –si no conoces aún este canal, eres un procrastinador infame– comparte su abandono del cigarrillo. Es una serie agradable, fresca y divertida, sobre todo en sus primeros capítulos (luego se pone un tanto lineal, pero sigue siendo entreteniendo). Jorge, argentino y fumador desesperado, va contando, semanalmente, qué hace, cómo se siente, qué lo ayudó a evitar el cigarro (o sea, algo como lo que yo estoy haciendo en este espacio, solo que con más presupuesto, en un lenguaje distinto y con dos millones de seguidores más). Este es su primer video:




Para ir acabando (porque al principio dije que no había mucho que contar, pero ya me extendí demasiado), las dos cosas que más me gustan de esta serie web son la ironía rabiosa que Pinarello le pone y esa suerte de reflexión final a la que llega: dejar de fumar es un proceso personal, cada uno lo lleva como puede. Como en el descubrimiento del goce sexual, como en la elección de tu plato favorito, como el aprendizaje del amor, dejar de fumar es un conjunto de elecciones exclusivamente personales. 

Pienso en esto hoy, cuando la ficción del cigarrillo virtual empieza a agotarse y necesito aspirar tabaco para relajar la ansiedad que provoca ciertas decisiones aún no claras. Quizá solo porque hoy domingo me he quedado en casa, no me he atragantado de cigarrillos (aquí siempre fumo menos, aunque todos sean fumadores aquí). En todo caso, si dejar de fumar es un proceso personal, creo que este, para mí, recién inicia; y me aterra pensar que los primeros tiempos siempre resultan fáciles y que lo difícil de una decisión es el transcurso, su sostenimiento, esos intentos por conservarla indemne. 

Necesito distracción: quizá deba coger un libro.

lunes, febrero 11, 2019

II. Primera carta para Esteban: la escena del cigarrillo virtual

DÍA DOS: sábado nueve de febrero


Creo que antes he pasado poco más de un mes sin fumar.

Como toda decisión que busca mantenerse, los primeros días siempre resultan fundamentales: allí se suele decidir el ritmo que tomará mi continencia.

Tú lo sabes bien, Esteban. Se puede ser un abstinente dramático y quejón, que lamenta su suerte elegíaca de no consumir cigarrillos, o que se retuerce de placer ante la aparición inesperada de algún rastro de humo que no debes fumar: caricaturesco y sobreactuado en tu ejercicio del despojo. También se puede existir como un abstinente reprimido, evitando hablar del tema por pudor, apelando al mutismo cada vez que se te ofrece tabaco, incapaz de responder (y así aceptar) algo como “gracias, pero he decidido no fumar”.

Yo he sido un poco de ambos. En esos lapsos de casi treinta días nos hemos movilizado entre la implosión inexpresiva o el estallido alaraco. El punto común siempre fue lo que sobrevino después del mes sin fumar: corría desesperado a embutirme de cigarrillos.


Fotografías de Chema Madoz, uno de mis fotógrafos favoritos.
Me gusta cómo construye un mundo para ser fotografiado.
Aquí, juega con los cigarrillos y su evocación efímera.
(Las imágenes fueron tomadas de este catálogo)

El primer impulso apareció mientras viajaba en el bus. Era viernes y no había salido mucho sol, estaba sentado, releyendo con pereza Los suicidas del fin del mundo. Bebí agua, revisé cuánta gente había visto mi autorretrato digital del día, acababa de escribir que llegaría con retraso y el deseo se expresó como un hincón –maldito hincón– en la garganta. 'Me caería bien un cigarrillo al bajar', pensé/sentí mecánicamente: ¿fuiste tú quien habló, Esteban?

Iba a encontrarme con mi amiga, la ojona, íbamos a presentar su poemario. Mientras caminaba hacia su departamento, el hincón fue creciendo. Pensé en eso de Vallejo: “Me viene, hay días, una gana ubérrima”. Así, igualito, yo.

Caminé varias cuadras con la idea de que si me fumaba algunos cigarrillos ahora, mañana sí podría comenzar de verdad. Total –me persuadí–, cuando anoche fumé el último cigarro no estaba muy consciente de que sería el último, así que no lo he disfrutado bien. Pasé por una bodega en la que casi entro para comprar, pero recordé esa frase sobre el fiado: hoy no, mañana sí. Así, igualito, yo.

En el departamento había más gente. En algún momento, luego de abrazarnos, reírnos, hablar de San Marcos, de maestrías, alguien preguntó si se podía fumar allí, si tenían cigarrillos. No, no se puede. No, nadie. Creo que me sentí un poco aliviado con esas respuestas. Luego salimos.

K nos daría el encuentro en la librería. Mi amiga estaba nerviosa, creo que su novio también. El otro presentador sugirió comprar un par de cigarros por ahí. No supe explicar con solvencia por qué en Miraflores estaba prohibido venderlos por unidad, solo en cajetillas. ¿Ordenanza municipal, una manera de evitar la venta ambulatoria, de luchar contra el tabaquismo? Mientras caminábamos –eran las siete de la noche de un verano limeño– miré con envidia a tanta gente que los llevaba encendido entre sus dedos. También envidié sus rostros de aparente inocencia y tranquilidad. Tal cual lo sustenta el traidor en los primeros segundos de esta icónica escena de Matrix: “ignorance is bliss”.

La presentación estuvo linda. Pero todo esto ya lo sabes, Esteban. Leímos un texto, quizá demasiado protocolar, quizá un poco íntimo hacia el final. Antes de comenzar, K llegó. Sus hombros preciosos, sus piernas suaves, una mirada discreta, la sonrisa amable. No pude evitar ver sus ojos mientras hablé sobre las posibilidades y misterios del amor. Después, con la ojona y sus amigos, nos largamos a comer salchipapas y a beber vinos.


Un viejo fumador.
Una fotografía que siempre me gustó,
(porque más de una vez me imaginé de esta manera).
Creo que la autoría de esta foto es de Yaman Ybrahim. La tomé de aquí.

Una gran elipsis –para que no te aburras, para mantener el ritmo– es necesaria aquí. Obviemos la parte en que se demoran atendiéndonos, cuando caminamos hasta Surquillo, la conversación sobre viajes, la historia de Los Chinos y El Rasta (asaltantes prematuros pero recordados con cariño). Llevemos esta cuota diaria de autoficción hasta esa banca en la avenida Pardo, allí donde K y tú están sentados.

Probablemente vienes acumulando todas estas palabras para contar esta escena. Si tuviera que confesar algo ahora, de entre tantas cosas, diría que a veces pienso que cada jornada tiene un momento: una escena que resume y significa lo mejor del día. Para mí, entérate Esteban, entérate, lo mejor del viernes fue estar sentado allí, conversando con K, con la noche fresca y las personas caminando a nuestro alrededor, mientras imaginaba que inhalaba/exhalaba un cigarrillo. 

Ese es un ejercicio que le he copiado a Bolaño: aquí le cuenta a Mónica Maristain que, cuando nació su primer hijo, y ante la prohibición de hacerlo en el hospital, se fumó un cigarrillo virtual. Así que yo hago lo mismo: coloco mis dedos como si contuvieran un pitillo y los muevo hacia mis labios, inhalo aire, exhalo más aire. No es lo mismo, obviamente, pero es un recurso que alivia en parte la ansiedad. Como el deportista retirado que se vuelve director técnico. Como el alcohólico en recuperación que bebe tragos vírgenes. Como la familia que adquiere una nueva mascota inmediatamente después de la anterior muerta. Efectos placebos. Así estuve yo, fumándome un cigarrillo virtual, mientras conversaba con K sobre la vida.

Hablamos de horarios para el semestre, nos reímos de los tíos que bailaban en un restaurante cercano, le comenté mis ganas desmedidas de fumar y me miró con indulgencia; hablamos de varias cosas, por ejemplo, de los resultados que aún no llegan (en verdad me escuchó quejarme sobre estos: perdón por el drama); acaricié sus piernas cada vez menos marcadas, olí su cabello siempre arreglado; me gusta cómo huele, me gusta cómo habla, me gusta cómo me atraviesan sus palabras. Todo esto, querido y despreciable Esteban, mientras acercaba mis dedos y fumaba de manera ficticia. Es algo que antes ya he hecho. Mi cigarrillo virtual, un autoengaño comprensivo para sobrellevar las ganas, el deseo, de fumar. Cuando la noche acabó y ya estaba solo en casa, desnudo, sobre mi cama, continué con el juego, con la ficción. Aún ahora –cuando escribo estas palabras– no lo abandono.