jueves, agosto 15, 2019

XXIV. 187 días sin fumar: mi amistad con Campo B



Día veiticuatro: miércoles 14 de agosto


I

Llevo 187 días sin fumar.
Seis meses y seis días exactamente.
Alrededor de cuatro veces más la propuesta que inicialmente me atribuí en este espacio.
(cuatro, como las partes de este texto confesional)

Que no se piense que escribo estas líneas para presumir mi abstinencia, lo hago tan solo para evidenciar mi ansiedad.

Porque esta es –quizá– una forma de retomar este espacio: como quien vuelve a su habitación después de un largo viaje y halla sus cosas, sus recuerdos, una parte de su vida, intactos.

Intactos en este lugar.


II

Así que quiero contar o, para ser más exacto, interpretar aquí –con ligereza y brevedad– la historia de mi amistad con Campo B. Me gustaría afirmar que esta fue una relación ejemplar sobre los modos en que he sobrellevado mis aproximaciones amicales (el símbolo de algo fallido que no logro identificar con claridad). Pero no estoy seguro de que las palabras que aquí escribo alcancen para sostener algo así.

¿Ausencia de representatividad? Tal vez.

Aunque probablemente se trate de mi incomodidad por revelar tanto a partir de tan poco.

(Quizá sea, más bien, esa incapacidad para sujetarse completamente a la verdad que todo testimonio conlleva. Porque el recuerdo de uno siempre termina ficcionando algo de lo relatado: unas palabras inexactas, el tono impreciso con que se dijo, la secuencia variable de los hechos. Simular es re-crear. Y probablemente solo lo colectivo garantice una aproximación verosímil a los hechos. Probablemente solo nuestras dos voces podrían acertar sobre lo que fue nuestra amistad. Y este espacio digital es tan monologante...)

Así que advierto: esto resultará incompleto, intervenido y algo ficcionado: quizá falseable, pero no falso.

Borges, indudablemente.

III

Esteban conoció a Campo B en el colegio. Cuando tenían catorce o quince años: más, menos. Y siempre le pareció un tipo raro. De esa rareza que se ubica con difícil claridad entre la brillantez y la estupidez. Entre lo ridículo y lo asombroso. Ya por esas épocas, esos compañeros que odiábamos mucho –porque eran tontos, porque no leían o veían lo que nosotros sí, porque se divertían de un modo que resultaba imposible (e inalcanzable) para nosotros– le decían ‘el viejo’ o ‘el abuelo’. No recuerdo exactamente cuál era el apodo, pero era un término vinculado con su seriedad. Con su silencio. Con esas expresiones duras y aparentemente frías que le conoció tan bien. Con su modo de aproximarse a los demás. Era un tipo diferente. Y a Esteban (que ya andaba tan solo en esos años) le llamó mucho la atención. Eso, en principio.

Empezaron a frecuentarse por Borges. Él le prestó por primera vez El Aleph y Ficciones: algo que debería bastar para hacerte amigo de alguien. También porque ambos venían de familias con trabajos más o menos precarios que no alcanzaban para pagar las boletas mensuales de esa jaula religiosa. Así que, sin poder entrar a clases, se quedaban afuera del colegio, conversando sobre lo que luego empezarían a llamar con demasiado fanatismo (y simplicidad) el sistema capitalista. Creo que también hablaban sobre dios. En esa época lo recuerda así: delgado, con ese uniforme escolar horrible, con unos pómulos levemente alterados por el acné; los inicios de una barba que siempre se mantuvo incipiente, breve e hirsuta; dedos largos, labios algo trompudos, orejón, cara ovalada. Hablaban, hablaban mucho.

Hicieron teatro juntos, entraron a la universidad en carreras más o menos cercanas. Aunque a Esteban no le guste aceptarlo (o contarlo), coquetearon –aquel más que él– con un partido de izquierdas hoy ya desacreditado. Presentaron en su viejo local la veintiúnica obra de su grupo llamado Ulises (en claro homenaje a Joyce). Una obra en clave de farsa que parodiaba la política latinoamericana. El argumento era sencillo: dos mendigos que juegan a gobernarse van pasando por distintos estadios –monarquía, democracia, dictadura–, hasta que uno se cansa y hace la revolución. La gente solía reírse mucho con esa obra. Yo creo que eran divertidos y únicos sobre el escenario. Tenían bastante química.

Por esa época hacían muchas cosas juntos: salían a caminar, veían exposiciones, nadaban, jugaban básquet, hablaban sobre pornografía, drogas y algunas formas para seducir mujeres. Alguna vez se emborracharon. Otra vez se quedaron varados a mitad de la noche en el centro de la ciudad y nadie quiso llevarlos. Compartían lecturas, películas, problemas familiares, canciones de Silvio. Era claramente una amistad fuerte, intensa. Se decían hermanos. Se querían mucho. Esteban solía acompañar a Campo B, incluso le regaló un poemario de Brecht. Campo B hizo entender a Esteban algunas cosas que él no quería ver. Era una amistad masculina que se miró con sospecha, que resultó fragilizada, cuestionada. Muchos, cercanos y ajenos, pensaron alguna vez –en broma y en serio– que eran una pareja. Dos hombres no pueden andar juntos mucho tiempo, les decían. Y era difícil: ahora mismo, mientras le dicto a Esteban estas palabras recuerdo lo difícil que era abrazarnos, decirle que era una persona muy importante para mí, que su amistad me había salvado muchas veces del delirio de sentirme solo y abandonado. Dos hombre no podían ser amigos, insistían.

Pero de alguna forma eso terminó siendo verdad. Demasiado tiempo juntos fue una fórmula que terminó agotándose. En algún momento ya no se soportaron. Campo B era un ofidio intenso en sus críticas, en sus ganas de hablar, en sus maneras de querer que lo quieran. Esteban era un caballo desbocado, gozosa y patéticamente herido, ridículo en sus manifestaciones de poder. Eso es todo lo que diré. Sin detalles específicos sobre el desamor, la lucha por ciertas posiciones o los abismos de su amistad. Porque no se habla mal de los muertos.

En algún momento de la Historia, estos cigarrillos solían costar dos por cincuenta centavos.

 IV

Así que cerremos esto de una puta vez. Si escribo aquí sobre Campo B. Si me performo en Esteban para hablar de mi amigo de adolescencia y primera juventud –ese sujeto que ya no volví a ver más, que una noche simplemente desapareció de mi vida– es porque quiero contar cómo le enseñé a fumar.

Fue sencillo: compré un par de Pall Mall mentolados en la rotonda de Letras, la de baños inmundos. Y de mi cajetilla de fósforos saqué algunos cerillos. Los encendí, aspiré. Le pasé el cigarro. Él no aspiró, sino que lo chupó. Creo que lo insulté por haber mojado el filtro, creo que me respondió, creo que nos divertimos. Nos acabamos ese cigarrillo rápidamente y luego le pedí que encendiera el otro. No le fue bien al principio, pero terminó funcionando. Ya no recuerdo si se atoró. Tampoco si le enseñé a golpear el humo allí. Hicimos eso porque en una presentación que el grupo Ulises tenía (nos pagaron cincuenta soles) él debía fumar. 

Y ya que no sabía, yo –Esteban– aproveché la ocasión.

Luego volvimos a fumar varias veces. Me pregunto si aún ahora lo hace. En una de nuestras últimas noches, me dijo que se sentía muy agobiado por todo lo que mi presencia significaba para él. Me has hecho mucho daño, creo que me dijo. Y yo, que a esas alturas ya no me importaba casi nada, simplemente le di la razón. Luego confesó algo, creo que emocionado, y se fue.

Por supuesto, hay detalles en los que aquí no me detendré. Algunos que pasan rápidamente por mi cabeza ahora, digo, por la cabeza de Esteban: los argumentos de cuentos que me dio, la relación con su padre, su hermana G a quien nunca pude acercarme bien, su linda y pequeña casa, su madre, las cosas que le dijo a Sé, las que también le dijo a A. Cómo se enamoró de A. Cómo no supe decirle que A no lo quería a él, sino a mí. Las tardes y noches en que hablaba y hablaba y hablaba y yo solo lo escuchaba (creo que aprendí algo sobre el arte de escuchar allí). Las maneras en que teníamos de pagar (y evadir) los pasajes. Su forma ridícula y tiesa de bailar (y también de cantar). Su influencia, su aprobación. La habitación en Roma de Eielson. Unas conferencias sobre filosofía, una caminata por San Marcos. La noche en que compartimos los tres un vino. La noche en que le dije que hablaba demasiado, que se callara, ¡por favor! Los libros que aún me debe. Los libros que aún le debo. La mañana en que, luego de un concurso de poesía, me mostró una manera de ser que pocos conocían: la del muchacho frágil y cariñoso que me hacía su amigo.

La última vez que lo vi estaba esperando el tren. Seguía delgado, huesudo, el bigote ya estaba poblado, pero el cabello seguía desordenado. Una chompa azul, un maletín negro, una camisa a cuadros: era un intelectual, de esos que enseñan en la universidad. Como yo mismo lo soy, o intento serlo, ahora. Solo lo vi de lejos, no quise acercarme a saludarlo. Irónicamente (o quizá como un tributo malsano) me puse a leer a Borges. Elegí, porque sí, Episodio del Enemigo (solo la Chica dragón entenderá esta referencia). Entonces el ciego me dijo: “además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón”.

Creo que me reí muy fuerte.

Creo que él me vio.

Pero nadie dijo nada.

Fue mejor así.

1 comentario:

  1. Me entretuvo mucho esta lectura, algo que no sentía desde hace años con la literatura.

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