Día vientidós: martes 9 de abril
Hay una escena. Me ha estado llamando desde muy temprano, el día anterior, la noche pasada. Alguien ya no está y ella está empezando a padecer su ausencia. Ahora yo la espero, bajo un sol de domingo y mediodía. Aún puedo fumar. Todavía nos mantenemos en contacto y hablamos con regularidad. Esa noche no he dormido bien: ha sobrevenido un poco de exceso, pero ella jamás lo sabrá. No tendría por qué. Suena Pulpos y yo creo ver, en su letra y melodías, algunas verdades (palabras de amor) que no podré decirle mientras la abrace y llore sobre mí, absoluta y perdida. Recuerdo que llevaba consigo algunas prendas que no eran suyas y que nunca la había visto tan enloquecida. Si en algún momento se convirtió en mi amiga, en mi confidente, fue porque ella podía ver/entender en mí algunas cosas que también eran suyas. Hermanos en la (auto)expulsión. Pero ahora estamos allí y caminamos sin rumbo. Así nos recuerdo cada vez que suena Pulpos. Hay un momento en que yo me pierdo, me dejo seducir por su dolor, unos instantes en que verdaderamente no sé qué hacer. (Hace años tuve que sacrificarla para seguir creyendo en una idea.) Pero pronto ella nos rescata: sus genuinos impulsos por observarse desde el lado maternal de las cosas. Entonces me conduce. Entiendan la paradoja: yo estaba allí para cuidarla y ella me termina conduciendo a mí. Le comento sobre esta canción, me dice que no la ha escuchado. Mucho tiempo después me contará que no le gusta tanto, yo le responderé que de maneras inevitables me recuerda a ella.
A mi amiga y a mi, durante mucho tiempo, nos gustó Fito Espinoza. Ella solía identificarse con este cuadro |
Hay otra escena. Es madrugada, hace mil años, tenemos 20 o quizá 10, tal vez solo somos unos cigotos interactuando entre sí. Hemos ido a una simulación de concierto sobre el tipo que nos musicaliza la amistad. En algún momento de la noche, los roles, las identidades, se van a confundir. Yo exploraré sus miedos, su cuerpo. Ella me dirá cosas demasiado importantes para olvidar. Cosas que a veces preferiría no saber. Vamos a estar frente al mar. Vamos a caminar demasiado. Tiempo después la vida nos dinamitará. Pasarán muchos años hasta que volvamos a tener este tipo de conversaciones, de intimidad. Esta vez estamos en una banca, en alguna parte de la ciudad. El humo nos ha marcado y reímos a carcajadas, exagerados y estimulados por las posibilidades de la noche, de la amistad. Ya hemos llorado juntos y abrazados en una esquina miraflorinamente concurrida. Ya me he disculpado. Ya me ha enviado un mensaje (que luego borró) para estar al tanto si el procedimiento no sale bien. Ya me ha contado su cuota de toxicidad, sus sueños, sus nuevos ritmos de vida, sus gatos, la planta que cuidó su padre, su nombre falso, esos esporádicos encuentros con él, la voz de su madre, luna. Yo creo haberla escuchado un poco, le he ofrecido muchos cigarrillos, el número de mi terapeuta, creo que también le enseñé a abrazar bien. A veces, cuando (ya) no (me) responde, miro nuestras conversaciones pasadas, interacciones digitales que testimonian una amistad, algunas complicidades, varias confesiones.
La chica dragón (también de Fito Espinoza). ¿No es acaso una linda alegoría sobre las posibilidades de aprender a controlar a las propias bestias? |
Alguien dijo que la familia son los amigos que uno escoge. Alguien más dijo (creo que Borges) que los verdaderos amigos no necesitan verse o saber del otro siempre. Yo creo en ello cada vez que pienso en ese puñado de personas que tanto quiero, que tanto lastimo, que tanto amor y violencia me han generado. Y pienso en eso cada vez que la evoco, cada vez que le escribo cartas imaginarias, cada vez que nos recuerdo –jóvenes y hermosos– en el pórtico de Letras. Una vez soñé contigo, autoapodada chica dragón. Cazar dragones debe ser un arte estúpido, te decía (mientras fumaba). Sí, pero es un arte valiente, me respondiste.
Luego
tú
dragón
alzaba(s)
vuelo