domingo, febrero 17, 2019

VII. Dos poemas de Eielson sobre el amor


DÍA SIETE: jueves 14 de febrero


Jorge Eduardo Eielson es sin duda uno de mis poetas favoritos. 

Sus versos-flechas me han atravesado-conmovido muchas veces. Todavía lo siguen haciendo. Hay algo en cómo dice las palabras que me hace sentirlo muy cercano, íntimo. Debe ser el modo en que describe el cuerpo («miro mi sexo con ternura, toco la punta de mi cuerpo enamorado»), o cómo convoca la soledad que lo habita («el mismo que se refleja en el espejo y ríe»), quizá sea la expresión singular de sus dudas («y no soy yo que veo, sino el otro, el mismo mono milenario que se refleja en el espejo y llora»). Hay algo allí. 

Fue uno de mis primeros descubrimientos en la universidad. Recuerdo haber leído su Poesía escrita con un asombro inusitado, pasional. Como la llegada del primer orgasmo, como el descubrimiento de algo que saboreas demasiado bien en el paladar, así, con esa fascinación, leí sus poemas en las bancas de Letras, en su pórtico, en los largos trayectos que recorría de regreso hasta mi casa, al sur de la ciudad. 

Hay lecturas que envejecen: ciertas novelas, algunos cuentos, varios poemas que releí hace poco ya no emocionan como antes. Pero con Eielson esto no ha pasado. Los mismos versos, los que más me gustaron, que leí desaforado y angustioso en cierta prehistoria de mi vida, me siguen estremeciendo, permanecen intactos en su compulsión. Quizá la clave esté en cómo sus palabras representan bien ese malestar para aproximarse (o sostener) el lazo con el otro del amor. 


Esta última idea no es mía, sino de Alfonso. Y no las dijo sobre Jorge Eduardo, sino sobre mí. Pero desde que mi terapeuta las escribió, yo no he dejado de pensar/sentir que Eielson ya me las había estado diciendo desde mucho antes. Probablemente, desde que hallé, conmovido, su póstumo Habitación en Roma (2008). Este es un libro que yo memorizaría esta noche, si mañana se acabara todo, todo. Veinte poemas (más uno agregado). A veces, me parece, siento que quien habla en este libro está encerrado en una habitación con balcón amplio y vistoso. Y desde allí, desde esa prisión irónica y privilegiada, va describiendo lugares, personajes, sentimientos y momentos que observa y recuerda. Pero esta es solo una impresión, al menos funciona para los dos poemas que quiero compartir aquí. 

Resultan doblemente idóneos: están ubicados casi a la mitad del poemario y están presentados uno después del otro. Son próximos y medulares, emocionalmente cercanos. No pretendo detenerme aquí a realizar un análisis sobre por qué son hermosos o potentes. Esto no es una clase, sino una exhibición. No es una conferencia; a lo mucho, quiere ser una suerte de lectura poética digitalizada. Por eso, me gustaría compartir, de todas las maneras posibles, estos dos poemas de Eielson sobe el amor (¿un regalo tardío de San Valentín?, quizás). Y para ello, creo que no bastan las imágenes que contienen las letras de ambos poemas. Por eso les puse voz. 

Hace un rato, me grabé leyéndolos: una sola pasada, una única grabación. Como cuando lees en algún recital y solo tienes una oportunidad para conmover. Disculparán la técnica fallida (creo que el primero me quedó mejor que el segundo), pero no quería dejar de hacerlo. Así que estos son los poemas –Albergo del sole II y Junto al Tíber la putrefacción emite destellos gloriosos–, y esta es mi vergonzosa voz leyéndolos:


  
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Siento que yo podría testimoniar muchas de las palabras que en estos versos Eielson enuncia. No entraré en detalles, porque ahora no importa, pero en Albergo del sole II hay toda una verdad sobre el arrepentimiento amoroso: ese dolor que uno no controla, pero que tampoco quiere controlar. No solo eso, también hay un reconocimiento y una descripción íntima de lo que Sabina dice al principio de Y sin embargo, pero de manera más vulgar:

«De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que darí­a por ti la vida entera: por ti, la vida entera. Y sin embargo, un rato, cada dí­a, ya ves, te engañarí­a con cualquiera, te cambiarí­a por cualquiera»

Esta es una posibilidad del amar, la del arrepentimiento. Pero no es la única. En Junto al Tíber…, en cambio, la posición del sujeto es otra, aunque igual de profunda. Aquí se parte del arrepentimiento hasta llegar –delirios y cigarrillos (que tampoco fumé) de por medio– al renacimiento del amor. Entre sus labios resecos, en esos versos que ya no serán durmientes, sino activos, poderosos e impactantes como lo pueden ser los balazos: ese gesto de reconstrucción es también una forma del amar.

Yo he sentido ambas dimensiones del amor. Estoy seguro que tú también: esa gran complejidad para sostener el lazo de reconocimiento mutuo con algún otro. Y aunque a veces –cuando me nublo y dudo y me pongo psychokiller– quiero dejarlo todo y largarme, creo que estoy aprendiendo –K de por medio– a lidiar con todo esto. Entre tantas otras cosas, le estoy muy agradecido por ello. Que así sea.

sábado, febrero 16, 2019

VI. Esto no es una entrada de blog

DÍA SEIS: miércoles 13 de febrero


Escribo con retraso, las líneas que ahora anoto las publicaré recién en un par de días. En ese sentido este es un diario rezagado. No es fidedigno ni exclusivamente directo (lo edito y reescribo más de lo que debería para considerarlo así). Creo que lo publicado aquí resulta una suerte de aproximación a lo real: «verosimilizante pero no necesariamente verdadero», como nos ha enseñado Sarlo. Sé que esto recoge algunas desventajas. La pérdida de lo inmediato, por ejemplo, esa belleza adictiva que contiene el breaking news (una de las poquísimas cosas que extraño de cuando fui periodista). Pero quizá sea mejor así. Todo testimonio (aún el más creíble) tiene un componente de re-creación que muchas veces no se ajusta a lo que otros también testimonian sobre el mismo evento. No estoy invalidando lo que el o la sujeto relata como propio –como legítimo y vivido–, solo señalo el componente ficcional que todo relato personal posee. Las autobiografías célebres, esos documentales intimistas, las memorias publicadas… todo contiene su cuota de ficción: también las palabras que lees en este espacio digital.

Comento esto porque hoy, aquí, quería relatar que toda la tarde se me fue viendo un streaming en el que se decidía mi futuro laboral más o menos próximo. Estaba boceteando la descripción de esta escena –el sujeto que mira y escucha nervioso la lectura de un acta final–, pero mientras escribía esto, lo que relataba me pareció poco creíble, inválido, falso. ¿Qué viabilidad tiene narrar en autobiográfico?, dudé. Y ya sé que la tiene (la singularidad subjetiva que cada uno ofrece, por ejemplo, ese lugar desde el cual solo tú puedes testimoniar). Pero, en ese rato, cuestionado, abandoné la descripción de cómo me retorcía ansioso en el asiento y me puse a elucubrar el párrafo anterior, ese que ya leíste. Creo que así queda mejor.

Comencé a escribir estas líneas desordenadas el miércoles por la noche y recién hoy, sábado de resaca, las acabo. En el trayecto desde ese día hasta hoy, me he preguntado si lo que aquí escribo debería ceñirse a una temática específica (los cigarrillos, la voluntad para aceptar su abandono) o si debería continuar con la narración de, so pretexto de mi cuarentena de tabaco, algunas otras cosas que hago en esta misma temporada de abstinencia. He venido haciendo esto último porque considero que la comprensión de cualquier evento (de cualquier decisión, incluso) no puede (no debe) registrarse aisladamente: necesitamos tener un panorama macro, complejo, polivalente, para comprender mejor. Inscribo mi decisión de no fumar bajo esa misma lógica, por ello cuento que estaba muy nervioso esa tarde de miércoles –mi sexto día sin fumar–, mientras miraba una transmisión en vivo y sin poder aplacar mi ansiedad con cigarrillos. Creo que por eso repetía, a cada rato y para mí, un ¡mierda! paliativo.

(Pero, nuevamente, me pregunto hasta qué punto todo este detalle verosimilizante resulta destacable, atractivo, necesario).

El evento duró un poco más de tres horas y yo, desde mi escritorio primero y luego abandonado sobre mi cama, miré cómo el conflicto acontecía. En San Marcos, la universidad pública más grande del país, la violencia es un asunto cotidiano. Las frecuentes protestas políticas, la guerra interna que desapareció estudiantes, la pobreza, lo han hecho así. Para el sentido común sanmarquino el reclamo es un componente elemental. Y este siempre conlleva violencia. Porque reclamar es interrumpir cierto estatus normalizado, un estallido en el supuesto bienestar calmo. Yo estoy parcialmente de acuerdo con eso. Y eso está presente, de diversos modos y matices, en toda la universidad. Por lo que así también fue en la reunión que veía nervioso:

El asunto estuvo divertido por momentos, es cierto. También ridículo en otros. Pero recién pude disfrutarlo luego del anuncio. Antes (una temporalidad que alude a los minutos previos de lectura del acta, pero también a los días preliminares cuando la espera me desquiciaba), estuve intranquilo y sudoroso. En fin, el punto es que ingresé –otra vez, pero esta como docente ordinario– a San Marcos.

Dos cosas sobre esto: una optimista y la otra confesional. La optimista es que el ingreso aún falta validarse. Puede que alguien impugne el proceso y que, valiéndose de una webadilla que me da flojera explicar ahora, le hagan caso y anulen el concurso. Esto sería un poco triste, pero bastante ridículo. No obstante, confío en que no sea así, de allí que este sea el asunto optimista. Lo confesional radica en que me da vergüenza haber sacado uno de los puntajes más bajos de los ingresantes. Me siento como el cachimbo que ingresa en el puesto 24 de 24 vacantes: al tope, casi raspando, justito. Y aunque, en mi defensa, diré que soy el más joven de los profesores ingresantes y que los otros obtuvieron más puntaje por sus libros publicados (yo aún estoy esperando la confirmación de una revista supuestamente indexada que no sé por qué carajos aún no responde las revisiones levantadas), el roche permanece.



Esto no es una pipa
, el famoso cuadro de René Magritte. Lo pintó en 1929.

Ese es el asunto. En su serie La traición de las imágenes (¡qué buen nombre!), Magritte presentó su famoso cuadro Esto no es una pipa. Así hacía alusión a que eso que todo el mundo veía no era el objeto que conocían como una pipa, sino solo una representación. Esa es la idea con la que quiero cerrar esta entrada. Siguiendo a Magritte –y salvando las diferencias abismales y burdas, obviamente– podríamos jugar a parafrasear que esto, lo que ahora lees, no es una entrada de blog: es, más bien, el recuento verosimilizante de qué hice la tarde-noche del trece de febrero. Hacia el final del día, un poco satisfecho –e ilusionado– con los resultados, me dieron ganas de fumar un cigarrillo celebratorio. Esos que tanto fumé y amé. Lo cambié por un breve shot de pisco: espero no terminar reemplazando una adicción por otra.

(Eso último fue el comentario irónico e innecesario, quizá incluso algo forzado, para cerrar el texto. Lo sé. Creo que esa era la intención.)


jueves, febrero 14, 2019

V. Tres sujetos esperan

DÍA CINCO: martes 12 de febrero


¿Qué situaciones convoca la espera?


Estoy sentado en una banca, esperando el bus que me regresará a casa. Son dos personas con cigarrillos a mi alrededor. Los observo. Que sirvan de ejemplo esta noche para decir algo. 

Un oficinista algo envejecido: camisa mangacorta, de un celeste que solía gustarme, a cuadros pequeños, ya desarreglada ¿habrá sido una dura jornada? y casi salida del pantalón. Es bajo, lleva bigotes no tan gruesos, en su delgadez destaca un poco de panza, otro poco de nalgas. Fuma con calma, como saboreando. Está visiblemente agotado. No de hoy, no de esta semana: sus ojeras, que contrastan en brillo con su amplia frente de cabellos caídos, delatan un pasado de largo cansancio. Sus zapatos aún permanecen lustrosos, aunque el pantalón ya no conserva con efectividad esa raya que la plancha demarcó sobre la tela esta mañana. Mira su reloj, agita el cigarro para botar la ceniza, es un Hamilton, la colilla roza su anillo, se rasca el cuello sudoroso, arrugado. Lleva lunares en las manos y un carné del trabajo (de un Ministerio ineficaz) se deja ver en uno de sus bolsillos. Me genera confianza la expresión de seguridad que exhibe su rostro: seguramente es uno de los empleados más antiguos del lugar, a quien en algún momento todos le preguntan algo. Levanta la mano, detiene un taxi, acuerda, está por subir. No camina hacia el tacho de basura, tira el fin del cigarro al suelo, sin miramientos, sin culpas, sin notar mi rostro de asombro y desprecio: debe estar acostumbrado a que lo miren con respeto.

Una joven apurada. Mira con insistencia su celular. Fuma con violencia. Su cabello —largo, laceo, lindo y con una raya en el extremo derecho permanece sujetado por una cinta elástica, gruesa y azul, que lo mantiene alineado, intacto. Es advertiblemente guapa. No describiré su cuerpo, esa es una costumbre que deberíamos evitarnos. Solo diré que me gustó cómo al caminar su cabello se deslizaba por debajo sus hombros, rozando su espalda. Me gustó también cómo se aglutinan en sus tobillos los pliegues del jean celeste, elástico y ceñido. Sus zapatillas blancas, impolutas y frescas, combinan bien con su polo. No hay correas, no hay bolsillos, pero lleva consigo una cartera azul. "La ropa de la mujer, mientras más incómoda, más femenina", me dijo no-recuerdo-quién alguna vez. La violencia de su fumar radica en la precipitación con que lleva el cigarrillo a sus labios: pitadas rápidas y fuertes, la colilla marcada por su labial, instalada en su boca mientras teclea con ambas manos su existencia digital. Es un Lucky. No logro verle los aretes, tampoco el collar o a los brazaletes que le cuelgan del cuerpo: extensiones de metal, estética de hojalata. ¿Cuántas cosas más pasan desapercibidas para la aproximación masculina? Por ejemplo, su expresión ¿está molesta, temerosa, dudando? No lo sabré, pero se está acabando su cigarrillo. Tampoco distinguiré qué tatuaje lleva en la muñeca. Porque llega alguien. Un tipo. Tan guapo como ella. Un beso como saludo. Le convida una pitada, se cogen las manos, empiezan a caminar. No veré el último humo. 



Otra fotografía (poesía visual) de Chema Madoz. Tres cubos de
hielo derritiéndose, como los tres sujetos que en este escrito esperan.

Algún lector perspicaz podrá entrever metáforas de juventud y senectud aquí: jóvenes apurados, viejos calmados; lozanía saliendo de diversión nocturna, decrepitud guardándose en el hogar; unos sujetos en desplazamiento público, otro en traslación privada. Podría ser. No hay nada fuera del texto, profetizó Jacques Derrida. Y yo le creo. Así que alguien vea lo que quiere ver. Para mí, agotado y ansioso, estos solo fueron dos sujetos que fumaban mientras yo —que esperaba el bus, pero también una respuesta que me definiera el futuro laboral— los contemplaba con un sentimiento cercano a la envidia.

miércoles, febrero 13, 2019

IV. Comunicarse con el fuego


DÍA CUATRO: lunes 11 de febrero


El primer cigarrillo del día –que te fumas cuando caminas desde el paradero hasta la Facultad, o que probablemente encendiste luego del desayuno. El cigarrillo entre horas, cuando estás empezando a dormirte con las lecturas o las correcciones: te recompone, te regresa de los espacios y tiempos lentos, es un escape frente a la amenaza del abandono. El que te fumas después del almuerzo, que resulta digestivo y marcador de horarios. Los de la ansiedad –los que más extraño por estos días–, suceden uno tras otro, descontrolados, a medio terminar. El cigarro cliché post coito: confieso que no los fumo tanto en ese momento, pero los ha habido (eventualmente son necesarios). Los cigarrillos que hace años fumé bajo el sol “porque no hay más placer que fumar en calor”. Era un poco estúpido en esa época. Bueno, quizá aún hoy. El momento exacto en que, fumando, Lumière me recordó que hace mucho tiempo, estando muy jodido de la garganta, casi afónico, me prendí uno, allí, en el desaparecido bosque de Letras. La idea del yo inhalando, depositando el humo en tu boca, tú exhalándolo. Los cigarrillos que desarmas para reconstruir otras posibilidades. Los que se rompen, los humedecidos. Esos que te quemaron una camisa, que agujerearon una sección visible de tus medias. Alguien exige que queme sus pezones con mi cigarrillo encendido: una fantasía de película. El último pitillo de la noche, para cerrar la jornada o la fiesta, una forma de coronar los gritos desesperados de diversión. Cigarros que costaban demasiados baratos, esos de canela que no volviste a encontrar. Los que fuman y siguen fumando mis padres: los vicios se heredan. Un pitillo colectivo con Lorena: formas de la hermandad. Caminar fumando cuando estabas absolutamente quebrado, ¿alguien vio los rezagos de mi amor con olor a tabaco? Fumar en Santiago, en Huamanga, en Bogotá o Chacha, contigo. Querer emular a esos sujetos de los años cincuenta que, sombrero y saco de por medio, almorzaban fumando. Es una mala idea. Los cigarrillos de reserva –sabes aún dónde están–, los ocultaste detrás de una vieja novela de Flaubert, entre una piedra cuzqueña y unos preservativos que jamás usarás. En noches de incertidumbres, como esta, quiero correr a buscarlos. El primer cigarrillo que fumaste, en el techo de tu casa, asustado, pensando que alguien te delataría: no te gustó, corriste a lavarte los dientes. El primero que volviste a fumar años después, en una sobremesa de política universitaria. Un único cigarro para una noche larga, una de las últimas cosas en que nos recuerdo. Cigarrillos sabor a sandía, otros con un horrible sabor a limón. A veces me gustaría que dejaran fumar dentro de las aulas (nuevamente, como en los años cincuenta). Las colillas que se quedan guardadas en los bolsillos posteriores del jean. El papel alumino que los envuelve y con el que, de niño, tú jugabas. El humo frente a la página –digital– en blanco. Las imágenes traumáticas que aparecen en las cajetillas (que una amiga coleccionaba). Una metáfora vulgar: el amor es efímero como el tabaco. Te gustan más los de menta. Eventualmente los rojos. Por sobre todas las cosas Pall Mall, baratos y fuertes. O Marlboro: la fábula rebeyriana lo justifica bien. Los guitarristas que admiraste, con el pitillo en los labios mientras sacan rock de sus cuerdas. Charly y Nito fumando en el último concierto. Una foto de Jannis y un ceniro repleto. Esas entrevistas a Sabato donde los reporteros le alcanzan el encendedor. Los muchachos que, como eras tú, se sientan en la puerta de la Facultad a fumar y conversar, y reir, haciendo nada, teniéndolo casi todo por descubrir. Todos los cigarrillos que en estos cuatro días no has podido fumar, Oswaldo.

– Entonces, ¿para qué fumábamos?

– Para comunicarnos con el fuego.


Solo eso. Que todo lo demás, por hoy, lo explique Julio Ramón:

«No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.»
Julio Ramón Ribeyro, Solo para fumadores
Tomado de: La palabra del mudo. Cuentos completos
Fidelio Editores. Montevideo, Uruguay, 2008. Págs. 527-528

martes, febrero 12, 2019

III. Aburrido, sudoroso, aletargado… la vida es eso que pasa mientras miras YouTube


DÍA TRES: domingo 10 de febrero


Hoy no hay mucho que contar, porque en días como hoy, cuando no es temporada de exigente y malpagado trabajo, hago muy poco. Despierto bastante tarde, me quedo en cama revisando las vitrinas sociales. Quizá me levanto al baño, a resolver algo sencillo y práctico. Luego vuelvo a echarme. Adormecido, incompresiblemente agotado, permanezco un largo rato en ese estado de somnolencia. Luego, varios días después, cuando la entrega de los pocos pero necesarios pendientes esté al límite, y me desespere, me reprocharé haber perdido el tiempo de esta manera. Lo sé, es un gesto compulsivo. Pero, ahora, en este domingo de verano, segundo de carnavales, permanezco así: aburrido, sudoroso, aletargado.

Antes, en este tipo de temporalidades grises, leía mucho más. ¿Existe algo así como el agotamiento lector? Creo que a veces podría asumir esa interrogante. No me malinterpreten, no intento decir que he leído tantos libros que he terminado hastiado de ellos. Eso sería tonto y vanidoso –y aunque soy ambos, no va por allí la afirmación. Sino a que, últimamente, mi atención es capturada con rapidez y efectividad por lo digital. Las horas se me pasan viendo películas o series, videos de YouTube, Instagram-WhatsApp-Facebook Stories… y ya no en esos libros que tengo acumulados, pendientes. Supongo que me da un poco de vergüenza admitir esto. Pero así es, así ha venido siendo.

Por supuesto, no intento decir que he dejado de leer: siempre quedan las bibliotecas, los buses, los baños (¿cuántos libros he comenzado o terminado allí, carajo!), los hoteles (mientras ella duerme), las esperas en cualquier otro lugar. No me malinterpreten una vez más, por favor. Sigo leyendo, pero con menos recurrencia –y acaso pasión– con que lo hacía hace algunos años. Quizá no he buscado bien, pero el último libro que me sorprendió mucho fue Seda, de Baricco (sí, llegué tarde). Y lo leí hace ocho meses ya. Antes, habría estado atento al consumo de artefactos literarios que me explosionaran el gusto. Ahora, más bien, eso me sucede con lo digital. Supongo que se trata de una fase; en todo caso, algo en mí quisiera que se acabe pronto. Pero el otro algo no.


Un par de portadas de Seda.
El libro que más me gustó el año 
pasado
 y que, por estos días, intento convencer 
a mi hermana de que lo lea.

Esto no es una queja, por si acaso. Gozo estar viendo –con un ánimo coercitivo– las series en Netflix o YouTube del mismo modo con que leí –con desesperación– algunos cuentos de Borges o Cortázar, los poemas de Parra y Eielson, las novelas de Bolaño o del primer Vargas Llosa. Pero ahora ya no siento eso por los textos, sino por el tipo de audiovisual que podríamos calificar de ligth. Y, ante ello, es inevitable no sentir que la cultura letrada, oficial y hegemónicamente racional (y seria, y excluyente pero convincente) me pesa como una culpa sobre el “deber ser”. La pérdida de cierta exigencia en el objeto de consumo me hace muchas veces cuestionarme la viabilidad e importancia de lo que hago: “deberías estar haciendo otra cosa, webón”, me dice algo en mí. Entonces, si ya me lo he repetido varias veces, quizá me pare, me cambie el atuendo, coja un libro (uno serio, me insisto) y abandone por un rato mi adicción a lo digital.

Pero siempre regreso: el síntoma es cíclico, repetitivo. Eso es algo que sabemos y sentimos todos. No te atrevas a negarlo. Así que gocemos el síntoma y asumamos nuestra condición de sujetos que (no) ven la vida pasar mientras (o porque) contemplan YouTube. Mi aporte a esta contemplación es el videoblog Sin fumar: una serie de 12 capítulos en los que el creador de Te lo resumo así nomás –si no conoces aún este canal, eres un procrastinador infame– comparte su abandono del cigarrillo. Es una serie agradable, fresca y divertida, sobre todo en sus primeros capítulos (luego se pone un tanto lineal, pero sigue siendo entreteniendo). Jorge, argentino y fumador desesperado, va contando, semanalmente, qué hace, cómo se siente, qué lo ayudó a evitar el cigarro (o sea, algo como lo que yo estoy haciendo en este espacio, solo que con más presupuesto, en un lenguaje distinto y con dos millones de seguidores más). Este es su primer video:




Para ir acabando (porque al principio dije que no había mucho que contar, pero ya me extendí demasiado), las dos cosas que más me gustan de esta serie web son la ironía rabiosa que Pinarello le pone y esa suerte de reflexión final a la que llega: dejar de fumar es un proceso personal, cada uno lo lleva como puede. Como en el descubrimiento del goce sexual, como en la elección de tu plato favorito, como el aprendizaje del amor, dejar de fumar es un conjunto de elecciones exclusivamente personales. 

Pienso en esto hoy, cuando la ficción del cigarrillo virtual empieza a agotarse y necesito aspirar tabaco para relajar la ansiedad que provoca ciertas decisiones aún no claras. Quizá solo porque hoy domingo me he quedado en casa, no me he atragantado de cigarrillos (aquí siempre fumo menos, aunque todos sean fumadores aquí). En todo caso, si dejar de fumar es un proceso personal, creo que este, para mí, recién inicia; y me aterra pensar que los primeros tiempos siempre resultan fáciles y que lo difícil de una decisión es el transcurso, su sostenimiento, esos intentos por conservarla indemne. 

Necesito distracción: quizá deba coger un libro.

lunes, febrero 11, 2019

II. Primera carta para Esteban: la escena del cigarrillo virtual

DÍA DOS: sábado nueve de febrero


Creo que antes he pasado poco más de un mes sin fumar.

Como toda decisión que busca mantenerse, los primeros días siempre resultan fundamentales: allí se suele decidir el ritmo que tomará mi continencia.

Tú lo sabes bien, Esteban. Se puede ser un abstinente dramático y quejón, que lamenta su suerte elegíaca de no consumir cigarrillos, o que se retuerce de placer ante la aparición inesperada de algún rastro de humo que no debes fumar: caricaturesco y sobreactuado en tu ejercicio del despojo. También se puede existir como un abstinente reprimido, evitando hablar del tema por pudor, apelando al mutismo cada vez que se te ofrece tabaco, incapaz de responder (y así aceptar) algo como “gracias, pero he decidido no fumar”.

Yo he sido un poco de ambos. En esos lapsos de casi treinta días nos hemos movilizado entre la implosión inexpresiva o el estallido alaraco. El punto común siempre fue lo que sobrevino después del mes sin fumar: corría desesperado a embutirme de cigarrillos.


Fotografías de Chema Madoz, uno de mis fotógrafos favoritos.
Me gusta cómo construye un mundo para ser fotografiado.
Aquí, juega con los cigarrillos y su evocación efímera.
(Las imágenes fueron tomadas de este catálogo)

El primer impulso apareció mientras viajaba en el bus. Era viernes y no había salido mucho sol, estaba sentado, releyendo con pereza Los suicidas del fin del mundo. Bebí agua, revisé cuánta gente había visto mi autorretrato digital del día, acababa de escribir que llegaría con retraso y el deseo se expresó como un hincón –maldito hincón– en la garganta. 'Me caería bien un cigarrillo al bajar', pensé/sentí mecánicamente: ¿fuiste tú quien habló, Esteban?

Iba a encontrarme con mi amiga, la ojona, íbamos a presentar su poemario. Mientras caminaba hacia su departamento, el hincón fue creciendo. Pensé en eso de Vallejo: “Me viene, hay días, una gana ubérrima”. Así, igualito, yo.

Caminé varias cuadras con la idea de que si me fumaba algunos cigarrillos ahora, mañana sí podría comenzar de verdad. Total –me persuadí–, cuando anoche fumé el último cigarro no estaba muy consciente de que sería el último, así que no lo he disfrutado bien. Pasé por una bodega en la que casi entro para comprar, pero recordé esa frase sobre el fiado: hoy no, mañana sí. Así, igualito, yo.

En el departamento había más gente. En algún momento, luego de abrazarnos, reírnos, hablar de San Marcos, de maestrías, alguien preguntó si se podía fumar allí, si tenían cigarrillos. No, no se puede. No, nadie. Creo que me sentí un poco aliviado con esas respuestas. Luego salimos.

K nos daría el encuentro en la librería. Mi amiga estaba nerviosa, creo que su novio también. El otro presentador sugirió comprar un par de cigarros por ahí. No supe explicar con solvencia por qué en Miraflores estaba prohibido venderlos por unidad, solo en cajetillas. ¿Ordenanza municipal, una manera de evitar la venta ambulatoria, de luchar contra el tabaquismo? Mientras caminábamos –eran las siete de la noche de un verano limeño– miré con envidia a tanta gente que los llevaba encendido entre sus dedos. También envidié sus rostros de aparente inocencia y tranquilidad. Tal cual lo sustenta el traidor en los primeros segundos de esta icónica escena de Matrix: “ignorance is bliss”.

La presentación estuvo linda. Pero todo esto ya lo sabes, Esteban. Leímos un texto, quizá demasiado protocolar, quizá un poco íntimo hacia el final. Antes de comenzar, K llegó. Sus hombros preciosos, sus piernas suaves, una mirada discreta, la sonrisa amable. No pude evitar ver sus ojos mientras hablé sobre las posibilidades y misterios del amor. Después, con la ojona y sus amigos, nos largamos a comer salchipapas y a beber vinos.


Un viejo fumador.
Una fotografía que siempre me gustó,
(porque más de una vez me imaginé de esta manera).
Creo que la autoría de esta foto es de Yaman Ybrahim. La tomé de aquí.

Una gran elipsis –para que no te aburras, para mantener el ritmo– es necesaria aquí. Obviemos la parte en que se demoran atendiéndonos, cuando caminamos hasta Surquillo, la conversación sobre viajes, la historia de Los Chinos y El Rasta (asaltantes prematuros pero recordados con cariño). Llevemos esta cuota diaria de autoficción hasta esa banca en la avenida Pardo, allí donde K y tú están sentados.

Probablemente vienes acumulando todas estas palabras para contar esta escena. Si tuviera que confesar algo ahora, de entre tantas cosas, diría que a veces pienso que cada jornada tiene un momento: una escena que resume y significa lo mejor del día. Para mí, entérate Esteban, entérate, lo mejor del viernes fue estar sentado allí, conversando con K, con la noche fresca y las personas caminando a nuestro alrededor, mientras imaginaba que inhalaba/exhalaba un cigarrillo. 

Ese es un ejercicio que le he copiado a Bolaño: aquí le cuenta a Mónica Maristain que, cuando nació su primer hijo, y ante la prohibición de hacerlo en el hospital, se fumó un cigarrillo virtual. Así que yo hago lo mismo: coloco mis dedos como si contuvieran un pitillo y los muevo hacia mis labios, inhalo aire, exhalo más aire. No es lo mismo, obviamente, pero es un recurso que alivia en parte la ansiedad. Como el deportista retirado que se vuelve director técnico. Como el alcohólico en recuperación que bebe tragos vírgenes. Como la familia que adquiere una nueva mascota inmediatamente después de la anterior muerta. Efectos placebos. Así estuve yo, fumándome un cigarrillo virtual, mientras conversaba con K sobre la vida.

Hablamos de horarios para el semestre, nos reímos de los tíos que bailaban en un restaurante cercano, le comenté mis ganas desmedidas de fumar y me miró con indulgencia; hablamos de varias cosas, por ejemplo, de los resultados que aún no llegan (en verdad me escuchó quejarme sobre estos: perdón por el drama); acaricié sus piernas cada vez menos marcadas, olí su cabello siempre arreglado; me gusta cómo huele, me gusta cómo habla, me gusta cómo me atraviesan sus palabras. Todo esto, querido y despreciable Esteban, mientras acercaba mis dedos y fumaba de manera ficticia. Es algo que antes ya he hecho. Mi cigarrillo virtual, un autoengaño comprensivo para sobrellevar las ganas, el deseo, de fumar. Cuando la noche acabó y ya estaba solo en casa, desnudo, sobre mi cama, continué con el juego, con la ficción. Aún ahora –cuando escribo estas palabras– no lo abandono.

domingo, febrero 10, 2019

I. “Challenge accepted!” o las consecuencias de escuchar una versión potente de Eyes Without Face

DÍA UNO: viernes ocho de febrero


Las cosas que te provocan placer se acaban sin que te des cuenta.

En algún momento desaparecen, sin aviso preliminar. Alguien te dice que no, descubres que ya no sientes lo mismo, esta canción inédita (y hermosa) deja de sonar, el orgasmo sobreviene con precipitación, la cajetilla de cigarrillos se termina. Anoche, sin tomar conciencia de esto, me fumé el último tabaco disponible. Hoy he decidido no volver a fumar.

No es una decisión precipitada, antes ya he querido hacerlo. Pero siempre me ha costado decir que no. Nunca me ha sido fácil controlarme con los placeres. No sé si identificarme como un sujeto hedonista, pero creo que cierta comprensión perversa de la libertad me ha permitido gozar con descaro y cinismo de aquello que me complacía. Luego acontecía culpa, es cierto, pero lo gozoso ya había sucedido: entonces no (me) importaba mucho. Sí, es un razonamiento peligroso, posiblemente egoísta. Supongo que todos somos algo monstruosos.

(me justificaré arguyendo eso por ahora)

Así que, desde hoy, me propongo asumir esta suerte de desafío, modesto y cotidiano pero valioso (como probablemente son los retos que en verdad significan algo para quien los hace y, por ello, son más difíciles de lograr). Quiero dejar de fumar por cuarenta días. No es una temporalidad elegida al azar. La idea de la cuarentena siempre me ha resultado atractiva: cuerpos enfermos aislados de la comunidad potencialmente contagiable, un pueblo que camina perdido en busca de su tierra prometida, el salvador de hombres haciendo un retiro en el desierto. Los cuerpos, el pueblo, un salvador: todos marcados por el número cuarenta. Todos inscritos en esta temporalidad decisiva. ¿Por qué no podría sumarme yo también a esta lista con un ejercicio sobre el despojo?

Quisiera que esto no solo se trate sobre evitar los cigarrillos y el arte de aspirar humo, sino también sobre la (im)posibilidad de escribir. Por eso estas palabras acumuladas que ahora tú lees. Creo que el alejarme del tabaco puede ser una oportunidad para testimoniar por escrito lo que sobreviene en estos cuarenta días. Hay aquí una metáfora –entre mi esterilidad escritural y mi consumo desmedido de tabaco– que no logro asir, que en esta madrugada no comprendo, pero que sé que existe. No tengo claro qué pasará cuando acabe el plazo: si volveré a fumar o si seguiré aumentando la cuenta (¿cuarenta más?, ojalá…). Quizá, como suele ser casi siempre, no importe tanto el final, sino el camino hacia él. Si es así, si debo desear que el camino sea largo (Cavafis dixit), testimoniar este trayecto, con estas palabras, en este momentáneo e íntimo lugar, se vuelve más imprescindible.

Entonces, como Barney Stinson, ese personaje estropeado en su propia serie, como tantos otros, deberé afirmar un frívolo “challenged aceppted!” y asumir lo que intento escribir aquí. Me gustaría afirmar que no pretendo hacer un espectáculo sobre esto (tal vez sea lo primero que me digan –o piensen– las personas que más o menos me reconocen). Es cierto, no quiero armar un show con mis jornadas de abstinencia y ansiedad. Pero a la vez me interrogo: en esta época de redes sociales e interactividad veloz, violenta y mediatizada, ¿acaso (casi) todo lo que hacemos en los espacios públicos –tangibles o digitales– no está espectacularizado?

Que sea lo que sea. Yo solo quería escribir que esta noche he escuchado la versión que Javiera y los Imposibles hicieron de Eyes Without Face, que me ha gustado, que me he aspirado el último cigarrillo oyéndola y que en cuarenta días no volveré a fumar. Y que escribiré sobre ello. A ver qué sale.