martes, abril 09, 2019

XXII. La chica que cazaba dragones



Día vientidós: martes 9 de abril



Hay una escena. Me ha estado llamando desde muy temprano, el día anterior, la noche pasada. Alguien ya no está y ella está empezando a padecer su ausencia. Ahora yo la espero, bajo un sol de domingo y mediodía. Aún puedo fumar. Todavía nos mantenemos en contacto y hablamos con regularidad. Esa noche no he dormido bien: ha sobrevenido un poco de exceso, pero ella jamás lo sabrá. No tendría por qué. Suena Pulpos y yo creo ver, en su letra y melodías, algunas verdades (palabras de amor) que no podré decirle mientras la abrace y llore sobre mí, absoluta y perdida. Recuerdo que llevaba consigo algunas prendas que no eran suyas y que nunca la había visto tan enloquecida. Si en algún momento se convirtió en mi amiga, en mi confidente, fue porque ella podía ver/entender en mí algunas cosas que también eran suyas. Hermanos en la (auto)expulsión. Pero ahora estamos allí y caminamos sin rumbo. Así nos recuerdo cada vez que suena Pulpos. Hay un momento en que yo me pierdo, me dejo seducir por su dolor, unos instantes en que verdaderamente no sé qué hacer. (Hace años tuve que sacrificarla para seguir creyendo en una idea.) Pero pronto ella nos rescata: sus genuinos impulsos por observarse desde el lado maternal de las cosas. Entonces me conduce. Entiendan la paradoja: yo estaba allí para cuidarla y ella me termina conduciendo a mí. Le comento sobre esta canción, me dice que no la ha escuchado. Mucho tiempo después me contará que no le gusta tanto, yo le responderé que de maneras inevitables me recuerda a ella. 

A mi amiga y a mi, durante mucho tiempo, nos gustó Fito Espinoza.
Ella solía identificarse con este cuadro

Hay otra escena. Es madrugada, hace mil años, tenemos 20 o quizá 10, tal vez solo somos unos cigotos interactuando entre sí. Hemos ido a una simulación de concierto sobre el tipo que nos musicaliza la amistad. En algún momento de la noche, los roles, las identidades, se van a confundir. Yo exploraré sus miedos, su cuerpo. Ella me dirá cosas demasiado importantes para olvidar. Cosas que a veces preferiría no saber. Vamos a estar frente al mar. Vamos a caminar demasiado. Tiempo después la vida nos dinamitará. Pasarán muchos años hasta que volvamos a tener este tipo de conversaciones, de intimidad. Esta vez estamos en una banca, en alguna parte de la ciudad. El humo nos ha marcado y reímos a carcajadas, exagerados y estimulados por las posibilidades de la noche, de la amistad. Ya hemos llorado juntos y abrazados en una esquina miraflorinamente concurrida. Ya me he disculpado. Ya me ha enviado un mensaje (que luego borró) para estar al tanto si el procedimiento no sale bien. Ya me ha contado su cuota de toxicidad, sus sueños, sus nuevos ritmos de vida, sus gatos, la planta que cuidó su padre, su nombre falso, esos esporádicos encuentros con él, la voz de su madre, luna. Yo creo haberla escuchado un poco, le he ofrecido muchos cigarrillos, el número de mi terapeuta, creo que también le enseñé a abrazar bien. A veces, cuando (ya) no (me) responde, miro nuestras conversaciones pasadas, interacciones digitales que testimonian una amistad, algunas complicidades, varias confesiones. 

La chica dragón (también de Fito Espinoza). ¿No es acaso una linda alegoría
sobre las posibilidades de aprender a controlar a las propias bestias?
Alguien dijo que la familia son los amigos que uno escoge. Alguien más dijo (creo que Borges) que los verdaderos amigos no necesitan verse o saber del otro siempre. Yo creo en ello cada vez que pienso en ese puñado de personas que tanto quiero, que tanto lastimo, que tanto amor y violencia me han generado. Y pienso en eso cada vez que la evoco, cada vez que le escribo cartas imaginarias, cada vez que nos recuerdo –jóvenes y hermosos– en el pórtico de Letras. Una vez soñé contigo, autoapodada chica dragón. Cazar dragones debe ser un arte estúpido, te decía (mientras fumaba). , pero es un arte valiente, me respondiste. 

Luego 
tú 
dragón 
alzaba(s) 
vuelo

lunes, abril 08, 2019

XXI. Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida


DÍA VEINTIUNO: lunes 8 de abril 


Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Dejé de escribir en este espacio por falta de tiempo, no porque haya retomado el arte de consumir cigarrillos. Me mantengo intacto de tabaco y demás sustancias. La cuarentena ya se cumplió, pero mi abstinencia continúa: aún no he fumado. Hay (muchas) más ganas, aunque también un poco más de control. A veces siento demasiada ansiedad (ganas de soltarlo todo y largarse), pero aparecen nuevas certezas que calman, estremecen, enrumban: ya no estoy hablando solo de los cigarrillos. Después de todo, esto siempre ha sido un pretexto –una posibilidad– para escribir. Es cierto que he estado a punto de quebrar el pacto y correr a comprar una cajetilla para reventarme la boca fumándome el paquete de una sola vez (idea para un video estúpido en YouTube: un sujeto se introduce todos los cigarros que caben en su boca e intenta encenderlos, y fumarlos todos, a la vez). Pero desistí. También es cierto que he olido demasiado cerca el tabaco de algunos acompañantes: envidio su condición de sujetos que no necesitan demostrarse su capacidad de contención. En fin. Quise probar con inhaladores digitales pero creo que me identifico como un sujeto más o menos analógico: uno envejece sin que lo note con claridad. La escena del cigarrillo virtual, imaginado, ficticio, recreado, me sigue sosteniendo. Pero no basta. Así que aquí estamos, cínico lector: hoy cumplo sesenta días sin fumar. 

Cuando me propuse esta cuarentena de autocontrol (y autoconfesión), supuse que algo así pasaría. Que en algún momento se interrumpiría esta simulación de diario personal. Quizá no había calculado que oficializar mi trabajo como docente universitario me consumiera tanto tiempo. Confieso que desde hace algunos años me dedico a este rubro –el arte de convencer a jóvenes incrédulos de leer (y reflexionar) los textos que yo les asigno–, pero creo que antes no me había esforzado tanto por diseñar los cursos que este ciclo ya estoy dictando. El porqué tiene muchas respuestas, pero la principal es enteramente pasionaria: me gustan los temas que ahora enseño. Trabajo gozoso. Aunque agotador. En días como hoy, en que regresaré a casa golpeado por el cansancio, queriendo una ducha, una cama, un cuerpo para amar, me pregunto si sentirse así tiene sentido: es un acierto que todavía pueda contestarme sí. 

Yo, en una foto divertidamente posera, durante esos días en que anduve encerrado en la biblioteca.
La foto la tomó K., que anda desaparecida de las redes y se le extraña (más).

Por supuesto, como suele gustarme, me doblé la apuesta. Si termino los días agitado y en lamento es porque mi horario está exigente. Me levanto muy temprano y me acuesto muy tarde; y en el intervalo, hago demasiadas cosas. Pero está bien, no me quejo (del todo). Ya era necesario retomar ciertos temas y ocuparse de algunas decisiones. Veo poco a mi familia y no paso mucho tiempo de calidad con K. Tampoco webeo tanto como quisiera. Lamentación en clave cliché: a veces extraño esos días en que, luego de alguna clase aburrida, me iba al bosque de Letras, con baños inmundos, y, allí, abandonado, me ponía a leer o fumar, despreocupado. Fin del episodio cliché. Ahora soy un sujeto ocupado. Tanto, que empecé a esbozar estas palabras en los resquicios entre clase y clase, mientras vuelvo a casa, en los extramuros de esta ciudad, cuando cierta ansiedad aparece y no se calma. 

Entonces me rehúso a retomar los cigarrillos sin haber terminado la ¿promesa? de escribir cuarenta entradas aquí. Cuarenta textos breves que testimonien algunas ideas, un par de sensaciones, experiencias, goces (negados o acontecidos), en relación al arte de fumar. No pretendo decir algo importante o trascendente, solo quiero hablar desde la cotidiana abstinencia, desde la más elemental y común capacidad para no ceder. Así que esta es mi forma de retomar. En estos primeros días de clases, cuando empiezo a sentir el ciclo en su intensidad y a rezar en los dioses que no creo para que, por lo menos, la mitad de matriculados se retire del curso (para poder corregir menos y mejor), pienso que puedo sumarle unas monedas extras a la apuesta de la vida y, también, ocuparme de escribir este diario digital. Le haré caso a papá Bob que, precisamente, me está cantando "don't think twice, its alright". Ojalá que sea así. 

viernes, marzo 01, 2019

XX. Veinte días sin fumar: veinte ideas fragmentadas


DÍA VEINTE: miércoles 27 de febrero


He estado ocupado. Escribiendo un artículo infinito, elaborando los sílabos de los cursos que dictaré este ciclo, también jugando FIFA 2019. He estado sin ganas. Por el calor que me anula (he elegido una mala temporada para escribir diariamente), por la falta de ideas concretas para desarrollar (a veces no se me ocurre nada: el cliché termina siendo certero), porque he estado algo obsesionado con el sílabo sobre análisis del discurso (y también con FIFA 2019, todo sea dicho). Así que no he publicado nada aquí en estos días. No porque haya vuelto a fumar –sigo intacto en la abstinencia de tabaco–, sino porque me he sentido un poco aletargado e inmovilizado (quizá sea el efecto de conocer a Talese y su historia cultural sobre sexualidad norteamericana, La mujer de tu prójimo: uno queda devastado –o sea, sin ganas de escribir– luego de leerlo).

En todo caso, para aplacar la sequía de textos, me propuse escribir, a propósito de mis veinte –malditos– días sin fumar, algunos fragmentos inconexos. Distintos momentos que anoté en mi libreta digital y que aquí desarrollo someramente, como para dejar constancia de estos embriones de futuras historias. Son veinte ideas, recuerdos, vaguedades: simples, privadas, independientes entre sí, improvisadas (bueno, no tanto) y breves. En el día veinte sin fumar.



1. Durante muchos años escuché a Silvio Rodríguez. Era un fan enamorado de él. Tenía casi todos sus discos (incluyendo los Inéditos). Mis amigos del colegio descubrían el reguetón o el rock; yo, la trova cubana. Esta no es una declaración de superioridad moral, menos estética: es solo una manera de justificar por qué, a veces, me siento tan desactualizado.

2. Uno de mis recuerdos más antiguos es verme a mí mismo sentado sobre un bacín. Estoy allí, cagando. Tengo 2 o 3 años. Y estoy solo. O al menos así parece. Sostengo ante mí una máscara de plástico (esas antiguas que llevaban una liga frágil para colgar sobre tu cabeza). Y la rompo. Voy cortándola con mis manos, tiras largas, e introduzco los fragmentos de la máscara rota en el bacín, con la ilusión –¿ilusión?– de que suceda algo. Siempre lo cuento, siempre regreso a esta escena. ¿No hay algo simbólico aquí?

3. Hace mucho tiempo, cuando estaba quebradísimo, sujeto culpable y asustado, entraba al cine a ver una, dos, tres películas seguidas. Cualquier cosa, no importaba el título. Solo importaba escapar. No llegar a casa, no pensar en ella, no recordar eso.

4. Una de esas veces, lloré demasiado con los primeros minutos de un filme llamado Valerian: Bowie forever. Puede ser que necesitara llorar y tomara como excusa eso (porque la película, a excepción de ese primer momento, es una completa mierda). Pero, en todo caso, esa escena me inquietó demasiado. Aún lo hace cada vez que la veo. Mírala acá y dime si no es una utopía conmovedora: 





5. Acabo de verla otra vez y he descubierto, con horror, que entre los jefes humanos participantes de este encuentro sideral nunca hay una mujer: los otros que llegan son seres de distintos tamaños y géneros, pero aquí, en la Tierra, los jefes siguen siendo hombres. De distintas razas, edades, apariencias o costumbres, pero siempre varones. El recuerdo afectuoso que tenía por esta escena está dañado.

6. Cuando estaba en el colegio fui brigadier general. Y, a pesar de lo que podrías creer, hacia cumplir inexpugnablemente la norma. Si me conoces algo, sé que eso podría parecerte una contradicción: las normas están para quebrarse –suele decir/asumir, a veces, la parte más estúpida de mí. Sin embargo, si lo pensamos bien, no lo es: suelo ser un tipo al que le gusta quebrar las reglas, a menos, claro, que las reglas las imponga yo. Perverso, pero honesto.

7. La otra noche conocí a un hombre que acusaba a Donald Trump de confabular contra él. Compartimos asiento en el bus y me contó que era ecologista, que los ríos estaban contaminados, que sus tierras ya no producían. También habló de sus hijas, posibles asesinas; de su exesposa, hermana de los mandos más importantes del MRTA, y, por supuesto, de cómo Trump era dueño del oro peruano. A pesar de su evidente demencia, no pude evitar pensar que, de cierto modo, tenía un poco de razón. Me dio su tarjeta, me recomendó visitarlo y comer ciertos granos para no contraer el cáncer.


El ingreso a la comunidad nativa Chachibai, estuve allí durante mucho tiempo, en otra vida.

8. A veces recuerdo ese viaje a Chachibai y la noche en que nos gritamos mucho: en plena oscuridad amazónica, mientras los iskonawa dormían lejos de nosotros. Absolutamente aislados de lo que tú despreciabas (o no entendías). También recuerdo mi inestabilidad navegando en bote, un regreso a oscuras, los baños precarios, esa posibilidad de perderme entre pájaros y árboles para no volver. Aún conservo, entre algunos libros mojados, las hojas que recogí aquella vez.

9. Una vez, cuando todavía dormíamos en ese camarote, Lorena me preguntó quién me gustaba. Me propuso decirme quién le gustaba a ella, si yo decía quién me gustaba a mí. Éramos aún pequeños y aún compartíamos ese espacio de proximidad que, creo, poco a poco se va perdiendo (y aunque doloroso, supongo que es necesario). Ella me lo dijo primero: un chico con el que no llegó a bailar –¿o sí?– su vals de promoción. Cuando me tocó a mí, yo no supe qué responder: me gustaban todas, ¿cómo enunciar eso? Así que le dije que no me gustaba nadie. Espero que me haya perdonado la treta.

10. La violencia contenida con que te penetro: mis palabras evocando agresividad. Mi lengua humedecida por ti y en ti. Te cojo las manos con fuerza, jalo tu cabello, muerdo tu piel, la marco. Dos, tres dedos, ¿cuatro?. Tu saliva confundida sobre mis vellos, la piel de mis testículos marcada por tu boca. Tres orgasmos y medio. Te pregunto si te gusta, si quieres más, si te corres conmigo. Palabras inconexas que encadenan un significado: pinga, putita, cachar, tírame, chúpame, rico, así, sí, sí. Dos cuerpos confundidos violenta y gozosamente en uno.

11. La editorial de un sol, Toribio Anyarin Injante, nutrió mis primeras lecturas. Hay cosas que no se olvidan: historias recortadas, algunos vacíos inexplicables, lecturas posteriores en las que notabas que lo leído había sido una completa mierda (como Valerian). Una editorial 'chicha': sí, es probable. Pero era una posibilidad para leer.

12. Hace mucho tiempo perdí el talento para expropiar libros. Debería escribir (y quizá volver) sobre ello.

13. Quisiera estar afuera, fumando. Y no escribiendo estas letras inútiles.

14. La otra noche, K y yo vimos Mary Queen of Scots (Rourke, 2018), aquí traducida como Las dos reinas. Siento que es una película que debió tener mejor suerte: se estrenó en la misma temporada de La Favorita (Lanthimos, 2018) y esta se tragó por completo la atención sobre los dramas imperiales. No obstante, entre varias otras, me quedó esta idea muy marcada en la cabeza: lo masculino como potencialmente dañino. En este relato, todos los hombres son traidores, asesinos, estúpidos, crueles e infames. Y esa es una verdad que no está, para nada, alejada de la realidad.


15. Cuando me confesé por primera vez, le conté al cura que tenía “pensamientos indebidos” (así me dijeron que debía enunciarlo): fantaseaba con mis compañeras de colegio, me imaginaba besándoles el cuerpo, mordiéndole los pezones, convenciéndolas de tener una gran orgía conmigo. Una cosa curiosa: nunca hubo fantasía de penetración, todo era salival y táctil. Pero no se lo conté así, solo le dije que tenía pensamientos indebidos y, cuando quiso que profundizara, ya no le dije más. Entonces me recomendó que cada vez que fantaseara con ello, me imaginara a mi madre viéndome. Así de retorcido, pero efectivo. Me asustó mucho. Dejé de hacerlo por un tiempo, luego regresé. Pero el cura ya había efectuado su poder: instauró la culpa.

16. Me gustan los videojuegos por la capacidad de inmersión que producen. No juego tanto como me gustaría, pero cada cierto tiempo reinstalo mi adolescencia digital. Recuerdos de un visitante de cabina (por cinco horas, una gratis): StarCraft, Age of Empries, Counter Strike, WOW. El problema es que me envicio, y pierdo noción del tiempo, de las cosas, de la realidad. Entonces, con la ludopatía inoculada, abandono toda clase de deberes: comer, salir con mi novia, hablar con mi familia, ir al trabajo… solo un acto de voluntad radical –eliminarlo todo, ya mismo– me logra salvar.

17. David Bowie me gusta por lo que es: un tipo transgresor. Su propuesta, que me muscaliza muchos momentos de la vida, me parece muy potente. Algunos de sus temas: ambigüedad sexual, violencia desaforada, soledad estelar, experimentación, destino. He pensado en tatuarme su rayo emblemático en alguna parte del cuerpo que aún no decido.

Bowie sideral: aún mantengo la esperanza de vestirme como él en alguna fiesta de disfraces.

18. Un conjunto de versos sobre la masculinidad: tóxica, frágil, infantil. Un conjunto de ensayos sobre las diversas formas de violencia cotidiana (e imperceptible). Una reunión de perfiles de escritores peruanos malditos. Una investigación sobre los sujetos que no aceptaron militar en nuestra guerra interna (y que por ello pudieron escapar o, al menos, sobrellevar la vergüenza y deshonra que, en ese momento, significó decir no). 

19. Un ejercicio de intertextualidad. Este es un precepto teórico-político (también ético), escrito por Žižek, que me gusta bastante:
«Quizás, el enigma final de la posmodernidad reside en esta coexistencia de las dos actitudes inconsistentes, no percibidas por la crítica de izquierda habitual de los jóvenes intelectuales que, aunque son teóricamente conscientes de la maquinaria capitalista de la industria cultural, disfrutan de los productos de la industria del rock sin problematizarlos.»
20. Escribir es testimoniar. 

jueves, febrero 28, 2019

XIX. Constantine o la inesperada virtud de la redención


DÍA DIECINUEVE: martes 26 de febrero



Nuestras elecciones revelan el tipo de persona que somos. Eso es algo que ya sabemos. Mínimas o trascendentes, cotidianas o excepcionales, cada decisión acusa algo de nosotros. El color que vestimos, los cuerpos que amamos, las fantasías a las que recurrimos para gozar, ese derrotero inalcanzable, ese modo de sufrir. Las músicas favoritas, libros y lugares a los que siempre regresamos: confiesa qué eliges y descubre quién eres. 

La realidad digital ha radicalizado esta posibilidad. Si alguien revisara nuestra lista de likes, favs, subscripciones, búsquedas y seguimientos sabría con certeza quiénes somos. Esto debería aterrorizarnos (al menos un poco), pero, en cambio, nos gusta. Creo que somos unos sujetos morbosos: sé que disfrutas secretamente cuando sabes que alguien te está mirando.

Pensaba en esto el otro día, sudoroso y abandonado en la cama, cuando buscaba una película. Lo que elijas dirá algo sobre ti, era el mantra que me repetía mientras exploraba las posibilidades de Netflix. Quería ver algo ligero, para reír y estar. Terminé eligiendo Constantine (2005), la película sobre exorcismos y demonios, basada en el cómic Hellblazer, dirigida por Francis Lawrence, con Keanu Reeves y Rachel Weisz jovencísimos.

Ya le he visto antes, pero esta vez me gustó mucho. No es una obra maestra, por supuesto, pero propone algunas ideas que la colocan por encima del promedio. Así que quiero comentar aquí –en este habitáculo temporal de abstinencia– un par de cosas sobre esta película. Puede ser un buen ejercicio para confesar por qué la elegí, qué me gusta en ella, quién soy. Porque al igual que con las elecciones, la manera cómo te aproximas explicita qué o quién eres.

Constantine es una película sobre la redención. El personaje de Reeves es un sujeto que halla demonios y los exorciza porque quiere el perdón de Dios: hace años (casi) se mató y, como bien sabemos, los suicidas no van al cielo. Injusticias (e incongruencias) divinas. Sin embargo, el perdón no llega. El propio arcángel Gabriel le asegura que sus conjuros contra esos esbirros no le aseguran nada, puesto que él ya está condenado. Así que desahuciado por un cáncer de pulmón –fuma con desesperación–, a Constantine solo le queda morir y que el propio Lucifer venga por él. La historia se desarrolla en este lapso de su agonía (que no tiene nada de lastimera), cuando él acaba de enterarse que esta vez sí se morirá y de conocer a una policía que investiga el suicidio de su hermana.

No voy a detenerme a contar todo el relato (porque ya lo sabes o porque deberías buscar y ver el filme). Tampoco quiero profundizar en aquellas cosas que no me gustaron: esas escenas de acción forzadas (John Constantine emulando a Rambo en su intento por ser matademonios), las resoluciones argumentativas (por ejemplo, una fácil: si Dios rige todo el universo y solo acepta católicos en su reino, ¿qué pasa con los creyentes de otras religiones?), lo maniqueo que por momentos resulta el guion (o sufres en el infierno pecador o vives feliz en el paraíso: ¡qué insultante y obvio, por favor!), el que sea un latino pobre, sucio y malvestido quien inicialmente funge del cuerpo antagónico (estereotipos everywhere). Lo que quiero es comentar dos ideas que me gustaron en esta película (como para que se animen a verla una de estas tardes de verano, sudorosos y abandonados).
Una escena icónica: Lucifer encendiéndole el último cigarrillo a Constantine.

Obviamente, el asunto con los cigarrillos es algo a lo que presté mucha atención. Este rasgo se articula bastante bien con la caracterización del personaje central. Constantine fuma desesperado, sabiendo que va a morirse, resignado a esa elección. Es solitario y apático, permanece asustado, acechante, está trastornado: es una propuesta de antihéroe. Salva personas poseídas, pero no por un bien altruista, sino por conveniencia propia. Quiere que Dios le perdone el haberse tajado las venas. Este cinismo no es exclusivo de él, sino que impregna toda la película. La andrógina enviada de Dios, el arcángel Gabriel, desprecia a los humanos (sus líneas sobre cómo solo el horror genera nobleza son de una psicosis singular). Angela, la policía, ha negado durante mucho tiempo su habilidad para presenciar espíritus –a costa de la locura de su hermana suicida. Lucifer, a quien la película muestra con un precioso traje blanco, pero con las bastas del pantalón embarradas (¡qué buen símbolo!) es uno de los personajes más carismáticos: ¿cómo se explica que Satanás termine cayéndote bien? El propio relato se desencanta por mostrar un no-amor: cada vez que parece concebirse una oportunidad para que los personajes de Reeves y Weisz concreten el afecto, esto no pasa (porque él no lo nota, porque ella se va). Constantine es, por tanto, un relato cínico. Y esta característica se resume bien en la elección de él por fumar: sabe que se va a morir, que tiene los pulmones dañados, pero insiste compulsivamente en la inhalación del humo. Esa situación es algo que me asusta, pero creo que también me gusta.

La contraparte de esto es la posibilidad del despojo como redención. Porque en los segundos finales antes de su muerte, Constantine, que le ha hecho un favor a Lucifer, le pide la retribución de este: salvar a la hermana de Angela, pasarla del infierno de los suicidas y atormentados al incognoscible cielo de paz. Y así lo hace. Entonces Dios lo perdona. Sé que podría criticarse esta resolución por simplona. Pero antes de que la película amenace con pervertirse y emular el edulcorado final de Gosth (con Patrick Swayze entre las nubes luminosas de Dios), Satanás hace una jugada potente: le cura los pulmones a Constantine y, así, este ya no puede morir. Entonces no se va al cielo, pero tampoco al infierno, sino que se queda en la tierra, con los pulmones sanos: una opción para redimirse. Todo lo que vendrá después es parte de la cura. En las escenas finales nuestro cazademonios ya no fuma, consume chicles de nicotina y deja su encendedor como ofrenda en la tumba de su amigo muerto.

Supongo que es un final aceptable. Aunque yo tengo sentimientos encontrados frente a esto. Creo que me resulta un poco decepcionante: algo en mí hubiese disfrutado viéndolo reincidir en el tabaco. No obstante, otra parte acepta esto y piensa en cómo este sujeto puede volver a probarse: ¿cuántas veces no hemos queridos todos –absolutamente todos– tener una segunda oportunidad? Porque quizá de eso se trate redimirse: no de alcanzar un perdón libertario y gratuito, una gracia que nos rescate con borrón y cuenta nueva, sino de poseer una nueva oportunidad para elegir y así demostrar qué o quién somos: una nueva posibilidad –legítima y necesaria– pero sin garantías.

miércoles, febrero 27, 2019

XVIII. Sueño (desnudo) de una noche de verano


DÍA DIECIOCHO: lunes 25 de febrero



Hace dos semanas y media que no fumo. Es lo que te dices, mientras te observas al espejo. Estás desnudo, no llevas barba y tienes el cabello muy corto, casi rapado. Miras tu sexo con ternura, tocas la punta de tu cuerpo enamorado. Hay algo en tus ojos que te perturba: una forma de mirar que no reconoces en ti. Introduces tus dedos, retiras los globos oculares con facilidad. Los limpias. No hay sangre, no hay dolor, no hay miedo. Solo un par de cavidades vacías y húmedas. ¿Cómo puedo ver todo esto si mis ojos están aquí debajo, entre mis manos? La persona que te acompaña, acabas de notarla, no te responde. Una música suena a lo lejos. Una radio mal sintonizada, quizá es mi tornamesa con algún disco sucio, piensas. Entonces notas que esta no es tu casa: pero es un lugar familiar. Reconoces a lo lejos unos libros tuyos –la poesía completa de Borges, unos ensayos sueltos de Gutiérrez–, hay fotografías con ella, también una maleta semiabierta, tu cenicero está limpio. 

Pero no te mueves, sigues mirándote al espejo. Quieres descubrir allí algo sobre ti que no sabrás jamás. Entonces algo pasa. Ahora no lo recuerdas (los sueños se olvidan rápido), pero el escenario cambia. Ya no estás frente a un espejo, en esa habitación, sino en la universidad. Estás frente al grupo de estudiantes, estás hablando, sigues desnudo, pero nadie parece notarlo. Algo más, una cosa muy importante: tienes un cigarrillo encendido entre los labios. ¿Sobre qué estás hablando? Tampoco lo recuerdo, pero ellos te prestan atención. Son muchos, demasiados. Sientes vergüenza, quizá miedo, sales del salón.

Triple autoretrato (1960), Norman Rockwell

Aquí ya todo se confunde (más). Estás caminando, creo que corres, sabes que estás desnudo pero ya no te importa. ¿Hacia dónde vas? Sigues sosteniendo el cigarrillo, quieres sacarlo de tu boca pero no puedes, se ha pegado a ti. Piensas que si desarmas tu rostro quizá este pueda salir. Entonces inicias: retiras los dientes, la piel, la lengua (es larga y rojiza). Nuevamente, no hay sangre, no hay dolor, no hay miedo. Pero el cigarrillo no se desprende. Sigue unido a ti. Entonces pruebas sacando la nariz, la mandíbula tosca, otra vez los ojos, el cabello, las orejas, el cerebro. Ya no hay nada. Lo estás viendo, en tercera persona, en primer plano. Ves cómo Oswaldo se desarma la cara para quitarse el cigarrillo. Y ves cómo este no sale. Porque allí, en el espacio donde deberían estar sus labios gruesos, sus ojos tristes, esa piel marcada, ya no hay nada: solo el cigarrillo sosteniéndose en el vacío. Imperturbable, invencible. El cuerpo sin rostro manotea, desolado.

Entonces te despiertas. Aún es de noche, pero ya no podrás volver a dormir.

martes, febrero 26, 2019

XVII. Segunda carta para Esteban: eres un sujeto de bares o de discotecas


DÍA DIECISIETE: domingo 24 de febrero



Eres un tipo que se aburre con facilidad, despreciable Esteban. Abandonaste rápidamente (y con pocas culpas) trabajos, mujeres, pasatiempos, lecturas. Los relatos que inicias nunca obtienen final. Más de una vez te has retirado de las fiestas –también de las salas de cine– cuando la celebración aún no terminaba. Sabes, de algún modo lo sabes, que eso resulta problemático. Te lo dices, en voz alta incluso, caminando solo y fumando (un cigarrillo se enciende luego de otro). Te lo has dicho en ese diván incómodo, con Alfonso de testigo, mirando sus libreros lacanianos, el techo recién pintado, su celular que interrumpe, la voz confesional y entrecortada. Sueles decírtelo, pero eso no evita que persistas, compulsivamente, en esa falta de constancia, en las pocas ganas de algo: esa suerte de nihilismo que siempre te provoca dejarlo todo y largarte.


Ahora deben ser las tres de la mañana, es domingo y sientes esas ganas. Te has retirado del grupo, has pedido una cerveza y, desde la barra, contemplas a la gente bailar, beber, gozar. Imaginas que tienes un cigarrillo, anotas estas palabras inconexas en tu libreta digital, imaginas que estás sentado cómodamente en un bar y no de pie, aquí, en el rincón de esta discoteca. No creo que pueda estar más tiempo así, te dices, me dices, nos decimos. Piensas, pensamos, que de algún modo todo nos resulta obvio: sexualidad desbordada, baile frenético y bello, un caos atractivo, bullicioso, alegría honesta pero en estampida. ¿Somos sujetos tan fáciles de descifrar y complacer? Bebemos un poco de alcohol, suena una melodía excitante, nos rozamos el cuerpo con fuerza y ya está, listos para entregarnos y ser uno con otro.

Todo es culpa del cansancio. Esta mañana te levantaste muy temprano (o casi). Anoche estuviste bebiendo hasta tarde con algunos conocidos. Fresco y agradable. Oliste de cerca un cigarrillo, te reíste mucho, cantaste, compartiste un taxi. Hoy, aquí, te sientes un poco fuera de lugar. Estás escribiendo estas líneas y alguien te coge la mano, sonríes amablemente, desistes. Vuelves a imaginar que fumas, que follas, que nos fuimos a ver el mar. La cerveza se está acabando y el ritmo ha cambiado. Si no estuvieras tan cansado pondrías un mejor gesto, Esteban. Incluso bailarías. Lo sabes. Con los años te has hecho un animal más tolerante, ya no haces desplantes estúpidos, comentarios pasivo-agresivos, intervenciones ofensivas. Quizá por eso has venido hasta aquí a fumarte un cigarrillo inexistente y a beber tu cerveza: solo, como a veces nos gusta estar.


Que el humo hable por nosotros.
(Tomé de de aquí la imagen)

Pero digámoslo de una puta vez: eres un tipo de bares y no de discotecas. Una dicotomía algo forzada, pero válida para expresar cómo te sientes ahora. Aunque las detesto, creo que estos gestos radicales de elegir un bando ayudan a resolver cierta identificación básica: sucede en los deportes, en las elecciones sexuales, en el tipo de alimentación, ¿por qué no sucedería también en la manera como celebramos? Eres, Esteban, un tipo que goza más de estar sentado en un bar. La posibilidad de conversar, los tragos que puedes beber con lentitud, la distancia suficiente de la gente y la música que no te dejará más sordo. Te gusta estar así, no te culpo por eso.

Y aunque algunas horas después (cuando la música se haya acoplado a tus ritmos, cuando vuelvas a oler un cigarrillo mientras caminas a ver el mar, cuando el desacuerdo haya pasado) nada de esto importe, aquí, ahora, escribes estas líneas como una forma de liberarte. Quizá, todas estas palabras son un modo de calmarte –de calmarnos– el aburrimiento, estas ganas por abandonarlo todo. Ya vete, Esteban. Debo volver a ponerme la máscara.

lunes, febrero 25, 2019

XVI. La locura de ser... madre


DÍA DIECISEIS: sábado 23 de febrero


Al colocarse audífonos, uno se escapa un poco del rostro sonoro y monstruoso de la ciudad. Usarlos es una medida protectora, aislante: un gesto que nos evita la inmersión completa en la bulla y que, a mí, me garantiza una mayor concentración. Así, abstraído en el bus, puedo corregir con desesperación todo tipo de evaluaciones (las largas, aburridas e inútiles; aunque también esas pocas que sorprenden o motivan), terminar de leer algunos libros (de pie, sentado, ahogándome de calor o maldiciendo el frío) y escribir/rescribir –en el felizmente sencillo Google Keep– textos como este que ahora lees, internauta voyeur. Siempre, aun con el riesgo que ello implique, los oídos taponeados de música.

Sin embargo, todo se agota: llega un momento en que esta elección satura. Entonces me libero la escucha, despierto un poco y contemplo las calles, sin amor: el motor de los carros y sus cláxones, gente que conversa, que grita, que se hipnotiza a sus celulares, silenciosa, una emisora mal sintonizada, monedas cliqueantes, ventanas semiabiertas, llamados de rutas, pitidos, un heladero y su chicharra, alguien que reproduce para sí un video que todos oímos, un niño llora, una señora se ríe fuerte, tose, estornuda varias veces… tantos sonidos, tanta bulla: nuestra cotidiana sonoridad. En ese momento suben ellas al bus. 

Estoy en la Avenida Grau, en los límites del Centro de Lima. Es sábado por la tarde. Me dirijo a un concierto donde estaré ocho horas de pie. Y aunque en ese momento la posibilidad me suena divertida, más tarde estaré lamentando esta decisión. Allí, sostenido en el pasamanos, espero que mi paradero se acerque, ya sin audífonos, observando cómo el carro se queda sin pasajeros. Trato de adivinar cuántos otros de allí, jóvenes con vestimenta más o menos similar a la mía (alguna prenda negra, un poco de furia en la mirada), van al mismo concierto que yo.
Lima 6:43 pm, de Julius Sobrino. Cada uno de nosotros componemos un color
en este cuadro caótico que es la ciudad. Tomé la imagen de aquí.
Entonces me distraen los balbuceos que ella lanza. No articula palabras, solo mueve la boca y un bufido quejoso se escucha. Suelo ser un sordo infame, por eso pienso que –como tantas otras veces– no estoy escuchando bien lo que la vendedora ambulante de turno está diciendo. Pero no vende, y no estoy oyendo mal. Habla así y está pidiendo dinero. O comida. O ropa. No se entiende bien. Lo que sí creo descifrar: que le avisen cuando lleguemos a la avenida Alfonso Ugarte.

No había terminado de entender la situación, cuando escuché que un muchacho le decía a su compañero de asiento –¿acaso su amigo, su novio, su hermano, su conocido?– “se ha subido una loca”. Recién allí la miré con atención. ¿Cuántas veces has cruzado la acera, te alejaste un par de pasos, evitaste transitar por el mismo lugar donde ese loco existe, extraviado y mugriento? Siempre me ha fascinado/perturbado cómo estas personas resultan la representación máxima de lo expulsado, lo aberrante. En nuestro grupo cultural –y creo que junto a los terroristas, ese otro sistemáticamente repudiado– los locos callejeros son el significante más radical de alteridad. Todos les huyen, y aunque a veces causan pena y conmueven, los queremos lejos del espacio que ocupamos, fuera de la descendencia genética, negando alguno de sus rasgos en nosotros mismos.

La mujer llevaba la cara manchada de algo que me pareció grasa, estaba sudorosa y el cabello lo tenía largo y suelto, enredado. Su polo –de un azul desteñido (y obviamente sucio)– tenía una rotura en el hombro izquierdo. El pantalón buzo era plomo, lo llevaba arrastrando, estaba mojado en la entrepierna. ¿Esa humedad era orín, excremento líquido, simple agua? Deducciones sin importancia, porque su atuendo era el esperable. Uno se imagina estas descripciones clichés cuando piensa en un sujeto enloquecido y en abandono: la ropa traposa, el mal olor, la incapacidad para conectarse –con el lenguaje, con un gesto, con la mirada– a nuestra violenta y fragilizada realidad. Pero en ella, lo extraordinario –eso que resultó imprevisto e impactó– era la niña que llevaba consigo.

Tenía visiblemente sueño y era muy pequeña. No sé identificar edades en niños (todos me parecen iguales), pero ella ya caminaba. Cabello mal cortado, polo rosado de unicornios percudidos, sandalias muy grandes. Se sobaba la cara con las manos sucias y todos los que la contemplamos sentimos ¿pena?, ¿consternación?, ¿una culpa social por el abandono de estos cuerpos? Lo siento, no pretendo hacer aquí un abordaje victimista, ni intentar retratarlas desde lo triste que resultó el que hayan avanzado hasta el fondo, sin que nadie les ofreciera nada, y allí, instaladas, se hayan tirado a dormir, desparramadas y absolutas, en el último asiento del bus, ya casi vacío. No quiero conmover o interpelar con esta descripción. Mis intenciones son mucho más egoístas (y por eso, supongo, honestas): quiero testimoniar aquí lo que me generó ver a una mujer enloquecida –abandonada y absorta– llevando a su hija de la mano.

Aunque quizá puede que no haya sido su hija. Ya sabemos que suelen alquilarse niños para mendigar: seres que fungen de objetos que amplían la pena, la conmoción, esa capacidad para sacar del bolsillo más monedas y colaborar. Podría haber sido esta la situación. Ella una alcohólica o drogadicta o simple estafadora disfrazada de mendiga: entonces deberíamos entender a esta niña como una sección más del atuendo, junto a la cara grasosa y al performance de precariedad.

Pero creo que había realidad en esta mujer, en esta niña a la que abrazaba fuerte, como se abraza lo que se ama, lo que te pertenece, lo que es tuyo y de nadie más. Hay algo más: el olor no se puede falsificar. Entiendo que cualquiera podría performar miseria –las ropas y el maquillaje lo garantizan–, pero ese olor a excremento putrefacto, a orín empozado, esa herida que tenía en la mano sucia y sin curar, eran reales. No podían ser gestos inventados.

Quiero creer que esta mujer enloquecida es la madre de esa niña que, probablemente, heredará la misma suerte (si es que sobrevive hasta la edad en que pueda heredar algo). Cuando la cobradora se les acercó, volvió a repetir lo de avisarle cuando lleguen a Alfonso Ugarte (que ya estaba más o menos cerca). No dijo nada más, solo se durmió, abrazando a la niña. Recién allí pude notar que la madre estaba descalza. ¿Cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo con su hija?, ¿dónde había estado todos estos años?, ¿cuándo y por qué enloqueció?, ¿era alcohol barato –además de la mierda y el orín– a lo que también olía?, ¿hay un padre en esta historia?, ¿hay más hijos?
Esto fue robado de aquí. Me gusta por esa barriga, tipo pez ciego, que 
está por colisionar con la cabeza de ese cuerpo fragmentado. 
Una metáfora dura e irónica sobre la maternidad.
No logré encontrar la autoría de la imagen.

El psicoanálisis ha profundizado, con algunas certezas, en la problemática relación entre ser mujer y ser madre: posiciones contrapuestas que no van en continuidad, que no se complementan (como suele creerse). Esa idea de que la mujer se realiza siendo madre es una creencia demasiado extendida, demasiado tóxica. No solo porque no todas quieren serlo, sino porque asumir este rol implica una negación de lo que previamente eras. Para ser madre, para adquirir el goce de la maternidad, dice Lacan y sus amigos, hay que abandonar algo como mujer, padecer la pérdida de algo que te constituía en ese sujeto femenino. Dejar uno y asumir lo otro puede ser mortificante, cruel, por la imposición social que significa. Y sobrellevar (sobreponerse a) esta dualidad puede conducirte, incluso, a la locura… como la madre y su hija enloquecidas que vi la tarde del sábado.

Por supuesto, escribo todo esto desde mi limitada comprensión masculina (imposible de parir); también desde apenas unas pocas lecturas (que me hacen simplificar el argumento). Pero, sobre todo, a partir del video donde Marita Hamman –en el marco de las jornadas sobre maternidad que organizó la NEL de Lima (y de donde robé el título de este texto: ver foto de arriba)– lo explica. No obstante, estas aproximaciones teóricas solo acompañan la escena que vi el sábado por la tarde, antes de permanecer de pie durante ocho horas, cuando me quité los audífonos para contemplar sin amor el sonido cotidiano de quienes viajamos en bus. El decorado conceptual ayuda, pero lo que importa son los sujetos que movilizan esta escena: una mujer, balbuceante y enloquecida, con su hija, sucia y frágil, durmiendo al fondo del bus. Cuando bajé del carro, las vi que seguían allí y sin poder fumarme un cigarrillo (este tipo de cosas siempre me provocan uno), me pregunté si acaso esta no era una metáfora perversa de esta psibilidad: la locura que puede significar ser… madre.




domingo, febrero 24, 2019

XV. Ayudante de carpintería


DÍA QUINCE: viernes 22 de febrero


Ya lo sabemos: algunas cosas se heredan. Vicios y enfermedades, ciertas predisposiciones afectivas. Los colores y las formas que condicionan nuestros cuerpos. Estilos de vida, las posibilidades (o ausencias) adquisitivas. Fama y algo de reputación, diversas suertes, fortunas, bienes. Los deseos de venganza, tus maldiciones, sus secretos, nuestras fotografías. Animales domésticos, canciones favoritas. Los gustos, esos recuerdos. También los oficios –de algún modo– se legan. Mi bisabuelo le heredó el artificio de la madera a mi abuelo, y este se lo enseñó –mal que bien– a mi padre. Soy un descendiente de carpinteros.

Cuidado que te vuelas un dedo con el formón, pásame la güincha, aprende a cubicar la madera, no metas la mano cuando la máquina esté encendida, agarra acá, búscame clavos de media pulgada, ¿dónde está el cebo?, no juegues con el taladro, no metas la mano, sostén esto, martilla, agarra el triplay, que no se caiga, marca aquí, alcánzame el destornillador estrella, el más grande, el alicate rojo, no metas la mano te estoy diciendo, cuida las herramientas, necesito una broca igual a esta, tornillos de pulgada y media, marca ahí mientras yo cargo, esto se hace con lijas de 120, esta madera tiene vetas bonitas, sigue lijando, falta más, no hables fuerte que te van a escuchar, el terokal ya secó, pega eso, que no juegues, que no metas la mano, ¿está derecho?, ¿cómo no vas a saber cubicar la madera?, ¿qué te han enseñado en la universidad?




Me lo ha dicho tantas veces que ya lo recuerdo así: estoy sentado sobre un montículo gigante de troncos, en una maderera. Este es uno de mis primeros recuerdos. Es Villa María del Triunfo, hay aserrín y virutas en el suelo. Fue hace más de veinte años, cuando Villa el Salvador –y su práctica melamina– aún no lo acaparaban casi todo. Probablemente visto un short y un polo delgado, debe ser verano. Mi madre está en casa, preparándonos el almuerzo (históricos roles familiares). Mi hermana aún no existe; lo sé porque mi fragilidad y pequeñez son evidentes, y en este recuerdo sirven para marcar temporalidad: apenas llevo unos años aquí. Mi padre, que está más allá, que elige y mide maderas para después transformar, dice que lloré, reclamándolo, insistiendo su presencia, lamentando el supuesto abandono del que me quejaba. Allí estoy, eso me ha contado, así me recuerdo. Entre ese montón de maderas humedecidas, rasposas, con olor a selva, con ese color de madera transportada por el río, cortada con violencia y descuido en aserraderos, negociada y malpagada en provincias: un tronco que ha sobrevivido cientos de años para que un niño llorón empiece a patearlo reclamando a su padre, que mide maderas, que elige troncos, que acuerda precios, que recuerda muchos años después este momento. 

Serrucha sin salirte de la línea marcada, echa poca goma, esta goma pega rápido, no gastes tanta goma, ¡no te comas la goma!, no cargues tú el maletín más pesado, ¿ya tienes hambre? vámonos a almorzar, no ensucies tanto, limpia, coge el huaype y échale tíner, ¿quién es el maestro aquí?, ¿tú o yo?, es como si yo me metiera a decir algo sobre todos esos libros que lees, ayúdame a sostener esto, vuelve a sostener eso, te estoy diciendo que prestes atención, déjame pensar, yo no soy ebanista, soy carpintero, me falta más técnica para lo primero, redáctame este presupuesto, así no, no te lo escribí así, pero así lo entiendes tú, no yo, ¿tienes tiempo?, redáctame este otro presupuesto, esta es capirona, esta pumaquiro, el cedro es más elegante, pero tornillo está bien, la melamine es más fácil de armar, me duele un poco la columna.




La familia es también –en algunos sectores más que otros– un medio de producción. Un hijo en casa de obreros es un cuerpo más en la obtención del capital: unas manos que alcanzan, una espalda que carga, una mirada que cerciora. Así, me hice, me hicieron, ayudante de carpintería. Obviamente, solo de manera extraoficial (y en vacaciones). A mi viejo no le gusta el trabajo grupal y siempre ha preferido evitar las tumultuosas y coimeras obras. Él trabaja por su cuenta, solo (una elección que también heredé), sin horarios específicos y sin intermediarios (aunque con exigencias igual de neuróticas que el jefe explotador que te reclama horas extras y compromiso laboral sobrehumano). En fin, la jerarquía es simple, aunque creo que ahora –salvo algunos espacios gremiales de construcción– permanece casi inexistente. Sé que la diré incompleta, aunque él me la haya repetido muchas veces mientras yo jugaba Candy Crush:

Primero está el maestro, el tipo más experimentado y con frecuencia de mayor edad y respeto. Lee planos, tiene diversas habilidades, conoce mucho más, suele liderar al grupo y resolverle los problemas al ingeniero estúpido y joven que gana mucho más, que no sabe, pero tiene título universitario.
Después viene el operario, que creo también llaman oficial (no estoy seguro de eso: sorry, pa’). Pero es el mando intermedio: un trabajador que ya tiene experiencia y que, con frecuencia, está a cargo de secciones específicas dentro de la obra. Entre otras cosas, por ejemplo, instala puertas, les coloca las chapas y bisagras, constata que la línea de luz entre el marco y la puerta se mantenga exacta, imperturbable, perfecta.
Al final está el ayudante, el rol que cumplí es esporádicas ocasiones durante algunos años. Es el tipo que acerca herramientas, que barre las virutas y junta el aserrín. Echas cola, buscas y luego alcanzas clavos o tornillos, cambias la broca de acero del taladro por una para perforar aluminio, vas a comprar (o a veces recibir) el almuerzo, lijas como desquiciado, marcas con un lápiz dónde debe martillarse, qué espiga empata con otra, a qué altura se coloca la bisagra. Suele ser un joven inexperto y, en mi caso, un poco ahuevado e inoportuno.
Por desamar, reconstruir y reinstalar, debo ir al contador, ¿puedes ayudarme mañana?, no, no te metas a cargar tú, vámonos ya, todo salió cuadra, no me dejas concentrarme, recoge las herramientas, que todo esté ordenado, toma, por tu ayuda de hoy, dice que hoy no va a pagar, no hay chamba, voy a comprar material, en ese tiempo caminábamos un montón buscando trabajo, él no sabía cubicar, entonces Marcos, entonces Rachi, entonces Peñarrieta, nosotros hicimos ese techo, un par de veces, luego del trabajo, nos fuimos a ver el mar, plata como mierda, ese es una cagada, ¡no, huevón!, putamadre, ¿ahora?, agarra acá, búscame clavitos así como este, de pulgada y media, sostén el desarmador rojo, échale grasa a los tornillos, marca ahí, no me distraigas, no cojas eso, enrolla la extensión, ¿dónde está el cebo?, no encuentro el alicate amarillo, presta atención, ¡que no cojas eso, carajo!, ¿quién se va a quedar con mis herramientas cuando yo no esté?




Creo que en esos años hubiese preferido quedarme (más) en casa, viendo TV, jugando algún videojuego o leyendo algo entretenido. Pero uno no elige su suerte cuando tiene quince años y yo terminaba ahí, con él, alcanzando martillos y lijando. Era una situación de exigencia física, prototípicamente masculina, es verdad. Pero al final de cada jornada, agotados y expectantes, había cierto placer honorable por el trabajo cumplido. Algo así como una emoción de heroicidad cotidiana, sencilla pero honesta: ese goce que –imagino– deben sentir todos aquellos que hacen su trabajo bien. No quiero ponerme solemne o glorificar estos episodios de ayudantía. El esfuerzo físico nunca me gustó y, por eso, apenas entré a la universidad (y hallé trabajo enseñando, leyendo, corrigiendo y escribiendo), lo abandoné. 

Sin embargo, a veces, en noches como esta, cuando por quiceava vez no hay cigarrillos para combatir el insomnio, y cuando él y mi madre me cuentan rápidamente que acabaron un nuevo trabajo (ahora ella es su ayudante y es mil veces mejor que yo), nos recuerdo a ambos, allí, en el trabajo. Él explicándome para qué sirve cada una de sus herramientas y qué debo hacer (también diciéndome que no toque nada y yo tocándolo todo). Entonces recuerdo los libreros que me ha hecho, el techo de nuestra casa, la mesa donde cenamos y hemos llorado juntos, los sillones de madera que tiñó junto a mamá, nuestras camas, las divisiones de nuestros cuartos, las repisas que le hizo a mi hermana, ese formón que su papá improvisó, las veces en que madrugaba todos los días para trabajar en otra ciudad, la gente que lo respeta, sus manías y desquicios, esa máquina que tanto le costó comprar, las herramientas que alguna vez heredaré, el color de la madera en mate y no brillante, las polillas que cada cierto tiempo amenazan esta casa, el polvillo miserable cada vez que se lija, el olor inconfundible de la madera. Y allí, también, lo recuerdo contándome mucho de su padre, de su abuelo, de cómo trabajaba con ellos, de la elección fortuita de este oficio (necesidad antes que aptitud): tantas historias sobre este linaje de carpinteros que yo no continuaré.

sábado, febrero 23, 2019

XIV. Doblez


DÍA CATORCE: jueves 21 de enero


Tres figuras, de Dolores Nuñez.
Es decir, tres formas de una misma mujer. 
Tomé la imagen de aquí.

La manera en que, una vez dentro de la cama, arropada, dobla el borde de las mantas: desde el polar más viejo y grueso, hasta la sábana más suave. Todo queda envuelto en una funda tersa, un solo manojo cuando ella está por dormirse, siempre de lado. Luego, durante  "la alta noche", controlará toda su protección nocturna desde allí. El sudor o el tiritar señalarán cuánto debe asumirse o rechazarse a esas mantas con el borde doblado. Repetirá, rehacerá el gesto más veces, cuando note que no puede moverlo todo con facilidad. Pero por lo general esta recomposición permanecerá casi imbatible durante las primeras horas del mandato. Sin embargo, porque todo cede, casi al final de la noche, con sus excesos y descuidos, las telas dobladas terminarán caóticas, descompuestas. Para esas horas ella ya ha perdido el interés en la corrección de las mantas. Al levantarse no recordará este gesto, porque está convertido en una costumbre mecánica. Pero también porque no le importa. Para eso escribo estas líneas.

En Chachapoyas, durante el cuatro de enero, en el año 2019. 

viernes, febrero 22, 2019

XIII. Formas de generarse dolor


DÍA TRECE: miércoles 20 de febrero


Hace algún tiempo, cuando era Sudestes –que fue mucho tiempo después de ser Hombre extraño–, escribí estas líneas. Creo que intentaba recopilar las maneras en que muchos sobrellevamos o reprimimos (elije tú el verbo) nuestros dolores, las angustias, ciertos vacíos. Creo que este es un buen lugar para recordarlo. No porque ahora suceda así, sino para tenerlo cerca, presente, como se tiene un "por si acaso" tal vez.


Guayasamín, siempre oportuno, y sus rostros sobre el dolor.

Formas de generarse dolor 
Los que se hincan un poco: en las muñecas, bajo los muslos, en zonas que no suelen verse; las que se cortan el pelo en un arranque de furiosa violencia; quienes devuelven la comida, casi puntualmente, entre treinta y cuarenta minutos después. 
Los que buscamos drogas cada cierto tiempo para olvidar, los que fumábamos en cada segundo de incertidumbre y nerviosismo; el regresar a contemplar las fotografías, los videos, los ritos vividos; quienes se engañan dando una nueva oportunidad. 
Las que se rascan la piel hasta sangrársela; aquellas personas que siguen y siguen y siguen llorando en silencio; el sentirse lástima o autocomplacencia o presuntuosidad; el no compartir las penas (o alegrías) con nadie; el dudar siempre. 
Esos sujetos que te prometen algo que no cumplirán; esos otros que lo aceptan sabiendo que no lo harás; quienes no olvidan, quienes olvidan rápidamente, quienes te hacen creer que olvidaron; más pastillas, más drogas, más alcohol, más cuerpos, más libros, más velocidad, más peligro. 
La que grita desesperadamente y estrella cosas contra la pared; el que consume más pastillas de las necesarias; la negación del pasado, el desinterés por el futuro; el creerles mucho a tus miedos; el creer que solo (¡solo!) existen tus miedos. 
Aquel que se pierde en cuerpos extraños, ajenos; aquella que se va casi siempre para no afrontar lo que hay aquí; el que se entrega a lo vicios sin más; los que no quieren ceder; aquellos que necesitan creer demasiado; quienes a todo dicen sí. 
Tus ganas por siempre regresar a los lugares donde fuiste feliz; tus ganas por nunca regresar a los lugares donde fuiste feliz; creer que nadie lo/te verá. El hacer recuentos como este —desvergonzados e ingenuos— de los dolores propios y ajenos.

jueves, febrero 21, 2019

XII. Escribir agota


DÍA DOCE: martes 19 de febrero



Escribir agota. Es un ejercicio mental y físico que requiere esfuerzo, dedicación, sobreexigencia. Al menos así funciona para mí. Por eso detesto a quienes señalan que escribir es un placer sin más. Hace tiempo, un poeta medianamente potente dijo que él se sentaba y disfrutaba escribiendo. Desprecié su intervención. ¿Qué de placentero puede tener unir palabras, una tras otra, con desesperación, con angustia, intentando construir las formas precisas que mejor revelen eso que quieres decir?

Escribir no es placentero, provoca tensión, te pone ansioso, estresa. Cuando escribo, me cuesta. Inicio anotando palabras sueltas, suburbios de alguna idea, frases que inicien párrafos, que conecten experiencias, que anclen al lector. Luego voy depurando: meto comas, cursivas, interrogaciones, dos puntos, ¿dónde están los dos puntos?, me gustan demasiado. Voy encontrándole un ritmo, una tonada precisa, una coloración especial que materilice el sentimiento en ese montón de palabras que arrimo, tarjo, edifico. 

Pero mi edificio de palabras siempre amenaza con caerse: no sé cómo generar el cierre, a veces falta fuerza en la capacidad de conmover; no hay una verdad que genere empatía, identidad; no logro cierta singularidad; las descripciones resultan flojas, los diálogos aburridos… tantas debilidades, tanta fragilidad. Escribir agota. Súmese a eso mi dispersión: anoto líneas y luego divago en la red, apago el wifi y me distraigo con las propiedades de algún archivo, escribo a mano y empiezo a dibujar malas abstracciones en mi libreta.

Así que esta es mi cuota de escritura diaria en este –poco más que anónimo– espacio virtual: el reconocimiento de que este goce es una tarea fatigosa y aplastante, doblega el bienestar. Te hace sudar, comerte las uñas, dolerte el culo; se te engrasa el cabello, el aliento se te descompone, la panza aumenta; la circulación se daña, el sueño se interrumpe, debes consumir cigarrillos. Maldito goce malsano: porque creo que solo puede entenderse así. Si esto me genera tanta incomodidad, ¿por qué regreso siempre aquí, de manera compulsiva, reincidente, dañina? Todo quiero ponerlo en palabras, todo lo ando pensando en breves relatos, siempre ando escribiendo. Insisto: maldito goce malsano.


El poeta pobre (1839), de Carl Spitzweg.
Prototipo del sujeto abandonado, solo, sucio y desordenado, pero escribiendo.

Hoy desperté alrededor del mediodía luego de haber terminado un texto para una revista, me bañé y continué escribiendo ese paper que ya debería estar acabado. En el trayecto de la jornada, escribí chats, correos de respuesta, acuerdos para una próxima reunión, excusas, un par de saludos de cumpleaños, las ideas de un proyecto futuro, nombres para poemas que aún no escribo, una dedicatoria posible. Ahora, por la noche, luego de una jornada encerrado y escribiendo, anoto estas líneas pesimistas, resignadas, declaratorias: escribir me agota, hace daño, perturba… y sin embargo, estoy aquí, escribiendo.

Bolaño lo supo bien:


Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.


Sus palabras funcionan como un mantra en esos interminables y tormentosos momentos de escritura, como el de ahora.

miércoles, febrero 20, 2019

XI. Tres escenas velópatas


DÍA ONCE: lunes, 18 de febrero


«La máquina la hace el hombre y es lo que el hombre hace con ella», canta Drexler. ¿Qué es lo que hacemos nosotros con esta máquina llamada bicicleta?, ¿a qué emociones la vinculamos?, ¿cuáles son las posibilidades –tangibles o imaginadas– que proporciona este artefacto cultural?, ¿qué nos recuerda, por dónde nos extravía? Recurrir a la memoria –la inventora– es una opción siempre válida. A mí, tres situaciones/emociones se me revelan cada vez que evoco velopatía, ese amor desesperado por la bicicleta. 
Al velódromo (1912), del cubista fancés Jean Metzinger



Estamos sentados en el paradero. Yo enciendo un cigarrillo y ella sostiene su bicicleta. No nos vemos hace tiempo, aunque el esporádico contacto no quiebra nada. Está sudorosa, ha pedaleado desde casa hasta aquí, al otro lado de la ciudad. No importa por qué nos hemos juntado, tampoco el que ahora solo nos veamos unos minutos. Ella habla, yo inhalo y escucho. Las otras noches hubo un chico, un muchacho tonto que salía con su amiga y le gustaba. Un tipo cara-tierna que le hizo el amor dos veces –agradables y repetibles–, pero que la confunde. Él no es tan claro como ella quisiera. Lo odiamos. Pero también hay, está habiendo, una chica. Es más clara, pero esa claridad provoca miedo. Han bebido, a veces se han besado. A ella le gusta mucho cómo esta se despista y pierde con facilidad, cómo se hace necesitar, desear. Entonces creo que estoy indecisa, debería haberme dicho. Pero no recuerdo eso, porque probablemente no lo estaba. Lo que yo recuerdo es la manera en que sus puños sostienen el timón: firme y aferrada, como si de ese sostener (y mantener así el artefacto intacto) dependiera todo su futuro. Me habla, me sigue hablando, y yo contemplo sus manos sujetas al vehículo: imperturbables para lo que vendrá. 



II 

Mi padre discute el precio, yo contemplo el espectáculo: centenares de bicicletas alineadas confusamente. Podría ser Grau, debe ser de mañana, en algún día de mis ocho o nueve años. Me compró una linda imitación de Goliat. Tubos de color rojos y negros, llantas aro 24, pedales limpios, cadena nueva y engrasada, sin rueditas cobardes y con un timón envuelto en plástico de burbujas para reventar. Lo llevamos a casa en transporte público, dentro de esos buses viejos y antiguos que a esa hora y en esa época andaban despoblados. Creo que pagamos el pasaje de la bicicleta. Creo también que esa misma tarde me lleva a un descampado donde me enseña a manejarla. Mantener el equilibrio –con este objeto de dos ruedas, con ese otro objeto llamado vida– no es sencillo. Me voy a caer antes de lograr manejar/vivir bien. Años después, voy a destrozar el regalo. He subido a una de las pistas más empinadas de este lugar (ventajas de vivir en los cerros: el goce del vértigo y la adrenalina es más próximo). Llevo a alguien conmigo. Bajamos a velocidad, suicidas y hermosos. Algo nos golpea (¿una moto, una piedra, el espejo retrovisor de un auto, la mano inasible de Dios?) y caemos. Violencia y destrucción. Mi cara se deforma, mi bicicleta también. Me quedan un par de marcas para testimoniarlo. 



III 

Compró un promoción para alquilar bicicletas por algunas horas. Se está acabando lo suyo, pero aún no lo saben. Ese día se toman una foto que obtiene muchos likes. Al principio manejan con temor, él detrás de ella. Hay sol y demasiada gente, su lindo polo verde hace juego con esa cajetilla de mentolados que lleva en el bolsillo y que permanecerá intacta. Recorren el malecón, la tarde se acaba con ellos montados y fallidamente felices. De pronto, el vehículo de uno se estropea. Debe haber una metáfora críptica en esta imagen que no logro comprender: la cadena ha salido de su eje y lo ha desconfigurado todo. Sus ánimos, sus promesas de futuro, esa salida en bicicletas. Hay discusión, es un preámbulo para otras. Hay silencio, desacuerdo, ruptura. Varios meses después, cuando estén devolviéndose cosas y desterrando escenas compartidas, recordarán esta salida como una de sus últimas felicidades. Amar es dar lo que no tienes a quien no es, dijo Lacan. Quizá sea mejor así.